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jueves, 28 marzo, 2024
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Arturo Trejo Villafuerte

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

No sé quién es Arturo Trejo Villafuerte, pero sé que hace muchos años, cuando yo creía en la poesía, me dediqué a enamorar a una mujer con uno de sus mejores poemarios, para mí el más emblemático de él: “Mester de hotelería”. Ahora mismo no me acuerdo del nombre del autor, quiero decir del poeta, sé que es mexicano, que nació en Hidalgo, pero no sé quién demonios es Arturo Trejo Villafuerte.

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Sólo sé que entre esa mujer, a la que enamoré, se acortaron las distancias el día que se fue a vivir a Mexicali, porque antes de su viaje compramos dos “Mester de hotelería” en la librería de Ciudad Universitaria, la que está a unos cuantos pasos de la Biblioteca Central.

Ella se llevó uno, nos hicimos promesas de amor eterno bajo un árbol, café, delicados sin filtro y “Mester de hotelería” en las manos, y a partir de entonces nos dedicamos a leer el mismo poema a la misma hora durante los días que nos llevó la lectura de “Mester de hotelería” con fecha y horas anotados al margen de cada hoja de un poeta mexicano que sabíamos se llamaba Arturo Trejo Villafuerte y que en ese tiempo no se estudiaba en ninguna clase del Seminario de poesía de Literatura Mexicana del siglo XX en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde estudiábamos los dos. Arturo Trejo Villafuerte era un desconocido para nosotros, para los profesores de literatura mexicana, para todos en la Universidad, pero era un gran poeta, un enorme poeta, de eso que son grandes porque precisamente crecen alejados de la grandeza de la literatura mexicana, aprenden la grandeza de las letras en otra parte, escriben sus poemas en otra parte, muchos de ellos en los hoteles de la entonces majestuosa Ciudad de México.

Pero no sólo eso: si a cualquiera de los dos noviecitos, a ella que estaba ya en Mexicali o a mí, se nos ocurrí tras la lectura del poema en turno un “versito” que creíamos complementaba el poema de un desconocido Arturo Trejo Villafuerte, lo escribíamos al margen con tinta roja o verde, nos tomábamos esa exquisita insolencia, violentábamos “Mester de hotelería”, porque en ese momento, a esa edad, debíamos tener 24, 25 años, no sé, todo lo que hacíamos nos parecía una amorosa insurrección.

Como en el cine aquí hay un DISSOLVE TO y pasan varios años. Sigo en la Facultad de Letras, me empeño en escribir, no lo consigo, ni lo conseguiré, repruebo varias materias y aún leo con mucha pasión “Mester de hotelería” de un poeta mexicano que se llama Arturo Trejo Villafuerte. La mujer de Mexicali ha quedado en el pasado, se volvió lingüista, se casó con otro lingüista y tiene un hijo que seguramente será lingüista.

Como el título ya lo promete, en “Mester de hotelería” hay muchos hoteles y todos ellos de paso, de precios accesibles y la mayoría ubicados en la Ciudad de México. Así que con un poco de paciencia y una mujer cómplice puedes ahorrar semana con semana y seguir, como boy scouts en busca del tesoro perdido de Stevenson, la ruta que un señor nacido en Hidalgo y apellidado Trejo Villafuerte aconseja a parejitas cachondas en un poemario más cachondo, tal vez el más cachondo de la poesía mexicana, que se llama “Mester de hotelería”.

Al fin llega la mujer cómplice a mi vida de estudiante. A ella le gusta la poesía, en especial la de Sabines, cursa el Seminario de poesía mexicana del Siglo XX, expone en unos días y piensa hacerlo, cómo no, de Sabines, poeta que yo sí conozco, y que por esa época tiene de moda un “poemita” muy chocante, ‘Los amorosos’, y que ella me recita cada que comemos helados en Coyoacán o cuando estamos en la cafetería de la Facultad donde lo recitan siete de diez mesas, y en las tres restantes no porque son mesas de pedagogos donde recitan a Piaget.

A Laura le presento a alguien que es un muy buen poeta, pero que no conozco: se llama Arturo Trejo Villafuerte, Laura; lo hago porque me tiene hasta la madre con sus “los amorosos callan, el amor es el silencio más fino”, y porque luego de las presentaciones de un señor que en realidad no conozco, le quiero pedir si hace conmigo el tour hotelero y el tesoro de Stevenson que Arturo Trejo Villafuerte hace en “Mester de hotelería”, así que pongo un libro nuevo en sus manos.

Laura me dice de todo y de mala gana me invita a una de las clases del Seminario de poesía porque, asegura, ahí sí voy a aprender de poetas de verdad y no de poetas como del que no conozco, pero que ya le acabo de presentar, ese tal Arturo Trejo Villafuerte (Laura remarca el nombre como si se tratara de un niño héroe en una ceremonia escolar).

Yo inclino la cabeza, le digo que está bien, pero que al menos le debería dar una oportunidad a “Mester de hotelería” y, ¡por piedad, Laura!, deja de recitar “los amorosos callan, el amor es el silencio más fino”. Laura se para de la mesa, sale de la cafetería y se va.

Al día siguiente Laura no sólo me dice que sí al tour hotelero sino que me dice que cambió de planes: va a exponer en el Seminario de poesía a ese poeta que los dos desconocemos, ha decidido, además, dejar a Jaime Sabines y a sus amorosos en paz, gracias a Trejo Villafuerte, Laura.

Ninguno de los dos sabemos más del tal Arturo Trejo Villafuerte. Tiene un muy buen poemario que se llama “Mester de hotelería”, cierto, y estamos dispuestos a realizar el tour hotelero, pero nada más. Laura me mira amenazadoramente: ¡pensé que era tu amigo!, lo siento, le digo, lo conozco por “Mester de hotelería”, no sé nada más de él.

Así que para la exposición de Laura nos damos a la tarea de busca a un caballero que responda al nombre de Arturo Trejo Villafuerte. ¿Cómo es? No tenemos idea, sólo sabemos, y poco a poco nos queda más claro, que escribió un poemario que únicamente podría haber escrito un hombre como él: Arturo Trejo Villafuerte. La empresa es imposible, Laura.

En la Facultad se corre el rumor de una cantina donde se reúnen algunos escritores. Dicen que son meros chismes. Pero nadie nos puede asegurar si son ciertos o falsos esos rumores. Laura se entera por una amiga del Seminario y me pide que la acompañe.

Llegamos a la cantina, abrimos las puertas de persianas y nos asomamos como dos niños que se asoman a una juguetería. Lo que encontramos dentro es lo que se encuentra en una cantina decente: borrachos. Unos completos. Otros a medias. Otros apenas al comienzo. Pero borrachos. Y entre estos hombres bañados por las sombras y las luces del atardecer alcanzamos a reconocer a maestros de la literatura mexicana. Sonríen. Entre el humo de los cigarrillos porque aún se podía fumar en las cantinas. Por eso aún eran sitios decentes. Hombres con los rostros llenos de letras. Si te fijabas bien en sus rostros. Alegres. Escritores. Cuando la palabra “escritor” todavía tenía un significado. Como las cantinas: eran personas decentes.

Y vaya que lo eran.
Porque ahora es como si yo viajase al pasado. En esa cantina cabía para mí una generación. No por la edad ni por la escuela ni por otra cosa. Por el entusiasmo. Por las lecciones. Era por eso. Porque en alguna ocasión habían pasado por ahí. O tal vez nunca pasaron. Pero a mí me gusta pensar que sí. Lo hago cada que regreso a la cantina. Escritores hechos con dureza. Cuando las becas y los apoyos no eran algo tan sencillo. Y ni siquiera era que las pidiesen. Tampoco había Facebook para presumir tu rostro o subir la portada de tu libro y promocionarte como una marca de yogurt. Escritores que se ponían de acuerdo para verse un día de la semana en esa cantina, en ese sitio mágico (porque ahí sigue habiendo magia, estoy seguro) y se intercambiaban sus libros y se criticaban y se destrozaban. Y si pertenecías a esa cofradía aguantabas las más feroces y despiadadas críticas y aprendías las lecciones.

Ahí, en esa cantina, al menos para mí, se escribió una parte de la literatura mexicana del siglo XX. A ellos, a esos escritores, no les importaba ni la gloria, ni el dinero, ni el poder, mucho menos la fama. Y lo aprendí porque hasta la fecha no les importa y el compromiso que tienen es con su obra literaria, con la literatura, desde los flancos donde escriben.

Esa cantina significa un grupo de escritores a los que les aprendí muchas lecciones: Ignacio Trejo Fuentes, José Francisco Conde Ortega, Rolando Rosas Galicia, Miguel Ángel Leal Menchaca, Severino Salazar, Eusebio Ruvalcaba, Izrael Trujillo, Emiliano Pérez Cruz, José Luis Martínez, Angélica Aguilera, David Magaña, Dionisio Morales, Raúl Gutiérrez Cetina, José de la Colina, Jorge Arturo Ojeda, Eduardo Cerecedo, Juan Luis Campos, y entre tantos el grande Arturo Trejo Villafuerte, una especie de capitán.

Y quiero decir cómo me emocioné cuando lo conocí y le di un rostro a “Mester de hotelería”. En esos momentos, cuando lo abracé luego de saludarlo, era un adolescente que al fin conoce a su cantante de rock. Casi estaba a punto de pedirle un autógrafo en una servilleta porque era tanta mi admiración por sus palabras, por esa poesía tan directa y tan tremendamente humana, y me sentí bien ridículo.

Llevaba quien sabe cuántos años con “Mester de hotelería” en mi librero y lo había compartido un montón de veces. Había significado tanto en mi educación sentimental y me había dado tremendas lecciones de amor y desamor. La victoria, pero también la derrota. Para mí, todo cabía en “Mester de hotelería”. En una ocasión compré veinte ejemplares y los regalé en la puerta de la Facultad a las primeras veinte personas que me topara. Algunas no me lo aceptaron; otras me agradecían el detalle.

Fue una anécdota que ya no tuve oportunidad de contarle a Arturo Trejo Villafuerte… porque un día el capitán bajó de la embarcación o subió a una distinta y se echó a navegar en un mar donde sólo los más ávidos marinos van… y ahora mismo lee algunos versos de Quevedo, de Paz, bajo un sol bellísimo, whisky en mano, sin mirar hacia atrás, escribiendo de vez en cuando como solo lo hacen los hombres como él, poetas de una sola pieza, los que escriben con el maldito corazón. ■

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1 COMENTARIO

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