La Gualdra 287 / Personajes
La primera vez que vi a Don Tomás y entablé algunas palabras con él fue en el
año de 1994. En aquella ocasión llegué a Estación Wadley, San Luis Potosí, en un
tren que tomé de la Ciudad de México. Muchos fuimos los que bajamos de aquel
tren, muchos fueron los que bajaron antes y los que lo harían después. Mujeres y
hombres con cabellos cortos, con cabellos largos o al estilo rastafari: pelones por
genética o por gusto. Mujeres y hombres vestidos al antojo: acordes a sus
posibilidades económicas, a sus necesidades imaginarias-discursivas; acordes a
los gustos del tiempo o la abundancia folklórica global; vestidos discretos o
excéntricos, ya al estilo de míticos guerreros o a la moda de Milán. No faltaron los
estudiantes universitarios, las tribus urbanas que ya estaban maduras y las que
estaban por venir. A todos nos echó la mirada Don Tomás, a todos y entre todos
eligió a quienes entrarían a sus cuartos. Sin duda, no siempre fue justo, pues ante
tal desfile de siluetas y de rostros, en distintas ocasiones hubo de decidir entre
aquéllos a los que aceptaría o no. Por instinto o por neurosis, por un raro sentido
o, tal vez nomas porque sí, Tomás se esforzaba en mantener a algunos a raya,
afuera de sus dominios y los espacios que rentaba, y a pedirles a quienes en
éstos se quedaban que se auto-controlaran. Y ambas cosas a su estilo, sin que
pudiera quedar claro si para él se trataba de un asunto de impartición de justicia o
quién sabe qué desconocida interpretación sobre el o los motivos que lo
impulsaba a actuar como lo hacía, dejando a menudo a los imputados y pacientes
aturdidos.
Y es que, antes de que el tren dejara de llevar pasaje, antes de que se
cerrara aquel periodo de la vida de Wadley (y de muchos otros pueblos que con el
tren convivieron en México), no fueron pocos los niños sin amor llegados a
maduros que llegaron y vivieron en el también llamado Waltdisney, y no
precisamente ganosos de volver el amor ausente a esos otros a los que
esperaban a tiro de tren, sino ávidos de extraer alguna ganancia y devolver –de
paso– un poco o mucho de lo acumulado desde sus lugares de origen. En
diversos parajes de México, que recibían –por aquel entonces– a los viajeros de
mochila a la espalda, y en las ciudades o lugares del país que más aportaban
personal a la región, no era raro escuchar de individuos que vivían y pernoctaban
en Estación Catorce, en Estación Wadley (o por la zona), a la espera de tirios o
troyanos prestos a servir a sus delirios: obstinados en darle prestigio a sus egos
desbordados, satisfechos en aquel atávico placer que despierta la dominación del
otro o, dicho en una expresión que después escucharía en Wadley, en el gusto
que da “meter petate” (miedo). Y en modos y tonos distintos: respaldándose en
lenguajes que hacían referencia al control de la “bestia interior” y a otras claves de
tipo Castañeda; entre gestos y palabras inundadas de “cifras nahualas” y quién
sabe qué relato venido de quién sabe dónde.
Sin saberlo o, quizá mejor, sabiéndolo sin saber (pero sin darle
importancia), Don Tomás se convirtió en portero de paredes que sirvieron de base
a incontables personajes, que solos o acompañados gozaron del peyote y el
desierto, que entraron juntos a él como extraños y que salieron carnales. Sin que
se dieran cuenta, dándose cuenta, la casa de Don Tomás se convirtió en una de
las clínicas principalesy más queridas de la banda, en una de esas raras estancias
en donde personas de las más diversas posturas y lugares del planeta convivían.
No es que no hubiese en aquella data otros lugares para quedarse. Ni que con
Don Tomás todo fuese perfecto. Pero, he aquí que hubo algo singular. En los
cuartos de Don Tomás estaba uno como en casa, más seguro del posible abuso
propio y de otros; de uno mismo pues, y de posibles encuentros con los acólitos
del placer de “meter petate”. Y ello, de manera central, porque estaba Don Tomás,
preparado –como decía– para “semblantear” e “inflar los cachetes” y, de ser
necesario, impartir un poco de justicia al estilo wadleña: listo lo mismo para
impedir la entrada o correr a algún inocente que a algún nahual que posara sus
ojos sobre una víctima a merced; dispuesto a equivocarse mientras se iba
afinando en el arte de saber distinguir entre “locos buenos” y “malos”, entre
artesanos y arte-zánganos, entre presos hartos o gustosos a sus patologías y
aquéllos que si no las controlaban por lo menos lo intentaban; en fin, entre hijos de
las más diversas naciones de la tierra y de las más diversas fantasías y problemas
del planeta. Multiplicidad de lenguas y caracteres convivieron en aquellos cuartos,
mientras que, el buen Tomás fungía de vigía y, sin querer, de testigo de un
universo ante el que él se fue a sí mismo descubriendo.
El tren de pasajeros dejó de pasar por Estación Wadley en 1997, para
entonces los cuartos de Tomás ya eran famosos, conocidos por todos aquéllos
dispuestos a tomar cursos lights o intensivos de peyote. A partir de entonces los
números de agentes al servicio de “meter petate” disminuyeron, pero no así la
labor de guardián de Tomás, que no dejaba de sorprenderse de la gente
descubierta, de la gente que, aunque no lo dijera o demostrara, aprendió a querer
y respetar. Mientras el pueblo rumoreaba sobre los extranjeros (mexicanos e
internacionales), y miraba con cierto recelo al también conocido –por el pueblo–
como el Mocho Pérez, él, infatigable, seguía en su labor sociológico-antropológica-
psiquiátrica, ubicando con ojos atentos a aquéllos que deberían de estar aquí o
acullá, según la incontinencia o la gravedad del individuo en cuestión. La pasarela
de peyoteroso, como le dicen también a la banda en la región, de los hippies y las
hippas prosiguió: hinduistas, budistas y confucionistas; acólitos de la familia
arcoíris o concheros ataviados con las plumas más exóticas; mexicas
temazcaleros del Distrito Federal o Tepoztlán; anarquista o separatistas de corte
anti o pro-nacionalistas (quebequenses, vascos o barceloneses); sajones
norteamericanos, ingleses o australianos; germanos alemanes o austriacos;
latinos italianos o sudamericanos (del sur, del centro o del norte), etcétera; dieron
paso a todo tipo de pachamamos, a todo tipo de electrónicos y estudiantes-ateos-
creyentes-con- vencidos. Entretanto, el desierto en peyote intenso seguía
insuflando los espíritus de la gente, ofreciendo lo mismo cursos de chamanismo
exprés o sobre cómo ponerse cada uno en su lugar, devolviendo los visitantes al
mundo más sencillos o complejos. Entretanto, Don Tomás recibía a los que podía
sin prestar importancia al pago inmediato, sin prestar atención a las diatribas
anticapitalistas, al vacío revestido de cúmulos, de deseos y relatos: siempre
dispuesto a escuchar las palabras que entendía y no entendía, lo mismo las más
inverosímiles teorías que las menos arriesgadas, lo mismo lo dicho con sumo
cuidado o sin reparo.
El milenio para mí y para otros comenzó en la cocina de la casa de abajo.
Para este momento el huicholismo despuntaba, desde mediados de los noventa
había venido creciendo entre aquéllos que buscaban respuestas a sus inquietudes
en el conocimiento que tienen los wixáricas del Hikuri. El Gran Espíritu Dakota,
que desde los días de Tlakaelel –y sus Danzas del sol– tenía presencia en
algunas partes de México, comenzó a abrirse paso en la zona: incrementó su
número de fieles y –quién sabe qué tanto a pesar suyo también– de infieles,
conduciendo a los primeros por el camino rojo y, a los segundos, heréticos, por
sendas de distinto color; promoviendo búsquedas de visión, ancestrales-nuevos-
temazcales y, por supuesto, poniendo a la escucha el concejo de los abuelos para
el nuevo milenio. La década, literalmente, terminó en la guerra de Calderón, en un
periodo de la vida de México que coincidió –al menos por algunos años– con una
disminución drástica del arribo de viajeros a Wirikuta. Este nombre wixárika, que
hace referencia a una zona sagradas entre la que se encuentran pueblos como
Wadley, de menos a más fue tomando fuerza en el imaginario de los visitantes.
Hasta atravesar la década y hacerse presente en festivales y disputas en la
década que corre. En el medio, los solkines crecieron y redujeron en número,
comenzaron a hacerse notar de la segunda mitad de la primera década del nuevo
milenio en adelante, compartiendo los signos mayas entre los feligreses a los que
no les bastaban ya los signos zodiacales, la Cábala, el Tarot o el I-ching, para
terminar difuminándose detrás del “apocalipsis 2012” entre calaveras de cristal y
teorías conspiracionales. En el medio, hijos de Sirius, angélicos y reptilianos-
psiconautas declararon sus posturas, mientras que, como siempre, algún versado
barbudo o imberbe estudiante recitaba a Zaratustra, a los hijos de Nietzsche,
Freud o Levi-Strauss, entregándose –o no– pasional a disertaciones dispuestas a
hacerles notar a los presentes en la fogata de turno, que las enseñanzas de los
libros y de las escuelas eran –o no– las correctas. Durante toda esta data, Don
Tomás prestó su servicio sin poder evitar que el tiempo surcara su cara, que la
fuerza de sus pasos aminorara, y que el hombre-niño- maduro cansara. Pero no
hasta el punto de que no quisiera vivir, sino tan solo hasta el punto de asustarse
como infante porque no pudiera por mucho hacerlo, tal y como claro le quedó en
aquella madrugada fría de octubre del 2014.
Nacido sietemesino el día de San Judas Tadeo, el 28 de octubre del año de
1939, experto en la pala y amante de hacer cuartos, admirador incorregible de
mujeres de caderas amplias, rehén de esa neurosis suya que supo reconocer,
Tomás fue un hombre que le hizo honor al santo de su nacimiento, procurando
fungir de referente a causas perdidas y no tan perdidas. Tal vez por eso, a lo largo
de treinta años más de un padre o madre le encargó a su hijo, a algún carnal salvó
la vida, y otros tantos nos sentamos a su lado a contarles nuestras penas y
alegrías mientras él, en su sencillez, intentaba dar alguna opinión o respuesta.
Neopaganos ateos, espirituales o escépticos, a todos nos recibió Don Tomás en
su mundo peculiar, abierto a escuchar cómo las puertas intergalácticas se abrirían
para que pudiéramos todos subirnos a la nave y viajar por otros planetas, abierto a
escuchar sobre el chamán que vivía en el desierto y que buscaba aquél que lo
soñó en Suiza, o a aquel otro que decía haber descubierto una técnica que los
mismos lamas le envidiarían. Es imposible calcular el número de pláticas que tuvo
con aquéllos que tocaron a su puerta, saber a cuántos neófitos llevó a “la pista”
dándoles las indicaciones básicas para que se iniciaran en la experiencia del
peyote, e imposible es también imaginar con cuántos estuvo sentado en la banca
afuera de su casa, donde vivía con su hermano y sus hermanas.
El día 15 de marzo del año 2017, a las tres diecisiete de la tarde, murió Don
Tomás Pérez Acosta. Y ni todas mis palabras ni todas mis ganas me alcanzan
para expresar la experiencia del mundo que vivió Tomás, para poder hacer
manifiesto de un modo sobrio esta vida sencilla y singular, que por quién sabe qué
azar del destino y del universo coincidió con mujeres y hombres de México y de
todo el mundo, permitiéndole reparar en la vida complicada de quienes lanzados
–o no– por el vacío caminaron buscando la felicidad por allá donde las tierras del
peyote.
Niño-bueno- viejo-enojón, dicharachero y silbador: siempre fiel a la cadencia
de esos pasos suyos que marchaban como al ritmo de un tambor, a sus arranques
de neurosis y a sus imposibles pedidos de perdón. Yo, que he tenido la fortuna de
encontrarme contigo, te voy a extrañar, y estoy seguro de que muchos otros
también lo harán. Pues tú, tus cuartos y cocinas fueron para mí y muchos más –a
la vez– casa, clínica y universidad. Querido jefe y amigo, te quedas en mi vida, tan
vivo como las fogatas y la yucas, tan vivo como la brasa y tan presente como el
monte y el desierto.
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