La incertidumbre es un sentimiento de angustia, que a diferencia de otras manifestaciones de la misma, tiene un efecto paralizador: no sabemos a qué atenernos, y nos abstenemos de actuar.
Con una marcada tendencia a empeorar, hacia los principios o fines de algún ciclo de nuestro característico tiempo sexenal, aun cuando algunos o acaso los más de los augurios no se concretasen, existía hasta no hace mucho una cierta noción de lo que estaba por venir.
Hace seis años, por ejemplo, con todo y un insospechado margen de error teníamos ya la idea de que ante el desgaste evidente del sanguinario gobierno panista, el saldo de la interminable campaña enderezada contra el candidato presidencial despojado por Calderón, y una vasta promoción, por el duopolio televisivo, de un dizque carismático ex gobernador del Estado de México, grandes segmentos de un electorado contrito se decantarían por quien prometía restablecer la paz; sabíamos asimismo lo que podía esperarse del ex gobernador en cuestión; y mutatis mutandis en el ámbito doméstico pasaba lo mismo.
Nada de lo anterior ocurre hoy; esto así por la emergencia, aunque no únicamente, de dos grandes factores: el desbordamiento de nuestras peores expectativas, y la sombra ominosa de Donald Trump.
Las cosas así, no tenemos hoy idea de lo que nos espera a la vuelta de la esquina; no tenemos noción de si la modorra ancestral prevalecerá, derivará hacia alguna forma conciencia o a una furia incontrolable; no tenemos ni la más remota idea de lo que sucederá con la Presidencia: de si el desprestigio acumulado no obstante pudiera el degradado establishment partidario imponer a uno de sus candidatos, o si el crónico opositor pueda por fin alzarse con el triunfo, o si un nuevo liderazgo emerja en el intermedio; y, ojo: ya no estamos tan seguros de que la casta militar no sucumbirá a las tentaciones a que la inepta vileza de los gobiernos civiles, la expone un día sí y otro también.
De todo esto hay indicios, y la pasividad es acaso lo último que nos puede ocurrir. ■
