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domingo, 18 mayo, 2025
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Dos veces fue otoño

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Por: ÁNGEL SOLANO •

La Gualdra 668 / Río de palabras

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[Parte 1]

A las siete de la mañana emprenden una danza los primeros rayos del sol; es el ritual del amanecer. Ondas doradas y cálidas acarician las formas rígidas de los cristales, recorren algunos libros y objetos para bajar, tímidamente, a los primeros planos de la escalera. Allí se detienen como si observaran lo que hay debajo, como si desearan ir al jardín. Por los vanos de las ventanas ya abiertas, se cuelan sonidos matinales. Se escucha un murmullo como la corriente de un río que, al poner atención, se revela como la marcha de automóviles en la autopista cercana. Aves, de diversos colores, dialogan entre sí; hablan con el sol y con la hierba seca del otoño, anhelando la transformación del paraje. Perros lejanos encuentran eco en los que los vecinos tienen fuera del patio y discuten sobre las posibilidades del nuevo día. También al amanecer hay sones metálicos y de motores, propios de las melodías ejecutadas en una construcción; muy cerca de aquí pasará el tren al aeropuerto y ahora todo está cambiando de manera precipitada. Son las siete de la mañana y recuerdo que es la misma hora y el mismo ritual que aconteció el día en que murió mi madre.

Narcisa Graciela Solano Corona fue la segunda hija del matrimonio compuesto por Clara Corona Contreras y Fortino Solano Camacho; quienes habitaron por muchos años el llamado paraje Tlazintla* del conocido “Cerro del Tule”. Allí nací, el otoño de 1982, a dos predios de donde habitaban mis abuelos; en el Centro de Salud, mismo que continúa en funciones. Era el año en que se presentaba al mundo el Compact Disc, E.T. volaba por los aires en las pantallas cinematográficas y el maestro Gabriel García Márquez recibía el Nobel de Literatura por su obra Cien años de soledad.

Mi madre me contaba que ese día se registró un apagón por lo que, sin luz eléctrica, las enfermeras y médicos se alumbraban entre velas. Así llegué, justo cuando las campanas de la capilla, del Barrio de Guadalupe, llamaban a la doctrina. No sé si ese ritual inesperado, en mi nacimiento, me conectó con el entendimiento del mundo desde lo emotivo, desde lo sensible, pero sí sé que el contexto emocional y social en mi vida, marcaron el camino hacia el proceso creativo y el arte.

Frutas, verduras y colores
Cuando era pequeño, mi madre me llevaba en sus brazos al tianguis del centro del pueblo. Recuerdo que en los años ochenta se realizaba en las calles del primer cuadro los lunes, miércoles, viernes, sábado y domingo. Era un mar de gente que transitaba en diversas direcciones, allí se enmarcaban formas atractivas, olores deliciosos y colores impactantes; gamas que aprendí a reconocer gracias a Graciela. Lo primero que nombré de las formas, en aquellos puestos, fue su cromatismo; le decía blanco a una cebolla, rojo a una manzana y verde a un limón, evocación primigenia e inconsciente de mi futuro vínculo con el poeta francés Arthur Rimbaud: “A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul: vocales diré algún día vuestros nacimientos latentes” (1). 

En ese momento mis abuelos maternos ya eran muy conocidos en el pueblo, por sus oficios y aportaciones a la comunidad, por lo que mi estancia al lado de los comerciantes se prolongaba varias horas. Fortino es recordado por la elaboración y venta de barbacoa, oficio que cultivó de su abuelo y que me enseñó a los 8 años. Acción que detonó estímulos impactantes en mí, tras ver el sacrificio de los animales y encontrarme envuelto en las vibraciones cromáticas, calor de los órganos internos o de la sangre de los borregos. Mi salida consciente, ante esta catástrofe, fue decir -cuando sea grande quiero ser médico-.

Mi abuelo también participó en la lucha campesina del municipio, gracias a ello se lograron pozos de agua para los habitantes, carreteras que ahora son vías principales y escuelas de gran importancia. Fue servidor público: director de agua potable, regidor, suplente de un presidente municipal, militante político y ejidatario.

Mi primer dibujo, del que tengo memoria, lo realicé a los 5 años en uno de sus terrenos ubicado en los llamados ejidos de Cajiga, hoy transformados en parte de la autopista que conecta al Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA). Un día, Fortino, me llevó a preparar el campo para la siembra; recuerdo que la máquina trituradora, parecida a un tractor, se movía por la planicie mientras el sol de la mañana subía en el horizonte. En un pedazo de cartón que encontré tirado, dibujé la escena que mis ojos infantiles observaban. Recuerdo elaborarlo con unos colores de madera que siempre acostumbraba a  llevar. Se lo mostré a mi abuelo y él, orgulloso, lo presumió con los trabajadores. Yo me fui a explorar las nopaleras que se encontraban en la orilla de los terrenos, sin saber que el arte sería parte fundamental en mis días. Fue la primera y única vez que noté a Fortino orgulloso de mí.

[Continuará]


(1) Fragmento del poema “Vocales”. En el libro, Rimbaud. Poesía Completa, Ediciones 29, 2003.

* Palabra proveniente del náhuatl que significa “Lugar situado abajo”.

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