Cuando en un país anda de capa caída la inversión, en especial la pública, y las necesidades de gasto gubernamental se agolpan sobre una hacienda pública famélica, el enigma siempre presente en la economía se vuelve cruel. Por dónde caminar y a qué paso se torna ecuación abusiva y todo parece bloqueado, aumentado en su dificultad por la persistencia de todo tipo de dogmas y fetichismos financieros y hasta fiscales. El hecho es que la necesidad de crecer y hacerlo en atención a unos requerimientos laborales todavía en ascenso ha pasado a ser entre nosotros casi palabra prohibida, pretensión desmedida o de plano irresponsabilidad intelectual.
Así es nuestra triste situación, lo que no soslaya la exigencia mayor de reconstruir un patrón de crecimiento hoy incapaz de generar empleos buenos y permanentes, así como excedentes que den sustento a una política social redistributiva, basada precisamente en el trabajo y el empleo bien remunerados. No ven así las cosas por Palacio, donde la autosatisfacción marca el paso de las angustias.
A la militante negación de revisar nuestro fisco y a realizar una reforma fiscal redistributiva se unen gustosos los capitanes del dinero y la plusvalía rentista, pero esas apetencias no hacen la coalición desarrollista que el país reclama. De aquí la urgencia de poner en el centro de la atención pública, y en el primer lugar del orden del día de la política, el debate sobre el crecimiento. Quizá, un viraje en este sentido coadyuvaría a quitarle a esta triste jettatura del no crecimiento su máscara de sabiduría para presentarla como es, una superchería adocenada y parásita.
La masamadre de nuestra política no puede seguir siendo el rumor malévolo y la réplica airada desde las alturas, como no puede centrarse más en nuestra endeble realidad doméstica y cotidiana, debe inscribirse en visiones ambiciosas de navegación en un mundo turbulento para evitar encalladuras mayores y poner a flote una voluntad de cambio realista a la vez que cargada de esperanza.
La política económica, como la social o la exterior, son procesos políticos e intelectuales peliagudos y cargados de riesgos. De aquí la necesidad de contar con unas reservas portadoras de buenos oficios y experiencia, así como de conocimientos fundamentales dispuestos a enfrentar ocurrencias que pugnan por convertirse en ciencia y paciencia sin prueba alguna de su eficacia.
Estoy convencido de que, más allá de una política proteccionista silvestre o de plano salvaje, que hoy se sostiene con amenazas y gritos de guerra, tenemos dos caminos. El primero propone más de lo mismo: continuar priorizando la estabilidad macroeconómica, baja inflación y consolidación fiscal, incluso si para eso se recorta el gasto público y seguir descuidando el papel del Estado en la economía. Ruta conocida donde la distribución del ingreso no es ni ha sido preocupación mayor porque no se considera que la desigualdad pueda dificultar el ritmo de crecimiento de la actividad productiva. Para eso, se dirá, están las transferencias directas, aunque no haya recursos de donde echar mano indefinidamente.
El otro camino implica salir de nuestros esquemas y dogmas, adoptar nuevos ingredientes para nuestro desarrollo a partir de una elemental consideración: propiciar un crecimiento elevado y sostenido de la actividad productiva y del empleo, a partir de la reducción de la desigualdad y el fortalecimiento de la inversión como motores centrales, lo que –hay que insistir– se ha vuelto necesidad vital y opción única para, por lo menos, asegurar nuestra supervivencia como nación y Estado. Así lo enseña nuestra historia patria, pero nos lo ha asestado en pleno rostro la brutalidad imperial que gobierna el país de Lincoln.
Tiene razón Rogelio Gómez Hermosillo al afirmar que ningún programa social puede sustituir al trabajo como puerta de salida de la pobreza (Rogelio Gómez Hermosillo, ¿Bajó la pobreza laboral?, El Universal, 6/6/25), a lo que agregaría que ninguna economía estancada puede generar los trabajos dignos necesarios. De no ser así, el panorama social del México será dominado por una informalidad mayúscula que contagiará nuestra política democrática y hasta nuestra manera de pensarnos como país.