■ Zona de Naufragios
¡Ya llegó, ya está aquí ese bonito momento que acontece cada cuando en nuestro país! Llegó el momento de votar, ese momento de mucha expectativa que regularmente deviene en la frustración del electorado y poco más. Por decenios la participación política yació adormecida, en buena medida por un régimen que anulaba de facto la expresión de diversas corrientes políticas, y por otra parte la ausencia de una cultura de participación que a su vez tenía como explicación la situación del país: población predominantemente rural, bajos niveles de escolaridad, entre otros. Gradualmente esos factores se modificaron y el panorama monotemático fue abriéndose, tanto a una pluralidad política soterrada como a una participación más entusiasta de la sociedad, culminando en el año 2000 con la caída del sempiterno PRI y la llegada de la oposición a la Presidencia.
Las expectativas de la alternancia política fueron tan altas y la decepción tan mayúscula que en menos de diez años se clamaba por el regreso de quien había costado tanto expulsar. Al mismo tiempo y conjugándose con una inseguridad creciente y un pobrísimo desempeño económico, la tan ansiada pluralidad de partidos políticos se vio reflejada en una serie de reformas al sistema electoral que han ido abriendo la brecha entre éstos y los ciudadanos. Dos datos como evidencia: a) 2 de cada 3 mexicanos están poco o nada interesados en la política; b) 8 de cada 10 ciudadanos no confían ni en los partidos políticos ni en los diputados (INE, 2014, Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México). O sea, en términos prácticos, quizá ni en su casa confíen en esa caterva de rufianescos vividores, que es como se les percibe. Además, la votación del 7 de junio próximo para renovar la Cámara de Diputados es percibida por el grueso de la población como la renovación de una camarilla preocupada exclusivamente por la perpetuación de su estatus, la vigencia de sus prerrogativas y la promoción de sus intereses.
Entre nuestras opciones está el PRI, que amén de su historia, ofreció eficiencia, volver a otorgar cauce a las demandas sociales ignoradas u olvidadas por los gobiernos de oposición. Mea culpa mediante, se dijeron nuevos, reinventados y hasta píos. El actual presidente prometió una nueva era para México con reformas estructurales que habrían de modificar radicalmente la realidad del país. Y resulta que no hay tal, que el ánimo conciliatorio entre la atomizada política partidista no era suficiente, que la eficiencia no era sinónimo de voluntarismo, que la pureza moral era tan evanescente y frágil que topaba incluso en la dura pared de las bienes raíces (aunque no sólo).
Al PAN, cuando le llegó el turno, no pudo ejercer el papel que como leal y hasta constructiva oposición tuvo. Embriagados por la sensación de omnipotencia, incurrieron en los mismo pecadillos que tanto criticaron de sus adversarios, los refinaron y hasta los superaron en números, montos y estilo. El conservadurismo de su agenda contrastó fuertemente con el progresismo de su venalidad.
El PRD sucumbió a los liderazgos carismáticos que tiraron del partido y lo mantuvieron como opción real en las urnas aun cuando era evidente que los mismos apetitos y deseos mundanos que tentaban a sus opositores les resultaban igualmente suculentos. A falta de esos liderazgos, la supuesta izquierda institucional del país quedó en la orfandad, con más problemas hacia adentro que los que tiene hacia fuera.
El PVEM, partido que no es partido, ni verde, ni ecologista, sino una representación de oscuros intereses particularísimos, capaz de las peores prácticas, del chantaje y la veleidad del momento, de la dádiva y la explotación de la necesidad, de la sistemática violación de la norma y la abierta burla al sistema: a diferencia de los otros partidos en los que se pueden encontrar algunos personajes respetables, difícilmente se puede decir lo mismo de ellos.
El señor Andrés López y su Morena, viven en una encrucijada permanente, entre el dilema de ser un movimiento progresista y un populismo ecuménico-redentor: abrazan causas justas a través de prácticas altamente cuestionables.
El resto de los partidos son congregaciones efímeras, representantes de algún gremio u organización que difícilmente tienen o tendrán alguna trascendencia más allá del canje de sus prerrogativas en tanto mantienen el registro.
Así, no asombra que lleguemos al momento de ejercer nuestro derecho a votar en una suerte de anticlímax. Es muy lógico y hasta legítimo preguntarse si tiene algún sentido votar en un panorama tan sombrío. ¿Cuáles son los incentivos para ejercer nuestro sufragio inclinándonos por una u otra alternativa política que ofrecen los partidos, si a final de cuentas los problemas permanecen secularmente irresueltos, las élites se despachan con la cuchara grande y el estado de cosas permanece inalterable? Entonces, ¿para qué votar?
Como en 2009, surgen voces que pujan por la anulación de voto como medida de presión a un sistema que se mantiene impermeable a las demandas de una sociedad cada vez más hastiada. Sin efectos reales sobre la votación, esta opción ha sido desacreditada por más de dos. Aun así mantiene su vigencia como legítima alternativa. Sobre este particular abundaremos en la próxima entrega. ■