Aunque sea “de dientes para afuera” es común la congratulación de que pronto, según todo indica, tendremos presidenta.
La posibilidad del triunfo de Claudio Sheinbaum Pardo parece cada vez más segura, y si acaso no fuera suficiente, su más cercana contrincante (hasta ahora, cuando menos) es también una mujer.
Pero bien dice la sabiduría popular que una golondrina no hace el verano, y si bien la postulación de las candidatas presidenciales con posibilidades de triunfo es una elocuente señal de progreso, esto no significa que la participación política de las mujeres en un entorno equitativo y seguro esté garantizada. Basta ver lo sucedido el 8 de marzo en Plaza de armas para comprobarlo.
Se dirá, como se dice en voz baja, que las mujeres en estos tiempos “la tienen más fácil”. Entiendo la razón, muchos buenos perfiles masculinos son suplidos por mujeres en candidaturas, y algunas veces por algunas sin más capacidad o mérito que su relación de poder con algún de varón de poder que, ante un espacio que “le toca”, busca en su primer círculo un nombre femenino que responda a su línea.
Ocurre también con varones, pero es más notorio cuando sucede con mujeres porque deja ver que las cuotas de género no han logrado permear lo suficiente más allá del mismo círculo de privilegio, en el que, aún en éste, las mujeres siguen manteniendo desventajas contra sus pares varones.
Una de las más grandes de éstas son los cuestionamientos personales que poco o nada se hacen a los hombres: las críticas del cuerpo, por ejemplo. No hay mayor víctima de ello en México que la senadora morenista Citlaly Hernández quien ha recibido insultos y “chistes” de adversarios políticos, medios de comunicación y prófugos del Sistema de Administración Tributaria. Pero también, de sus congéneres, como Lily Téllez.
Le sucede también a Claudia Sheinbaum, a ella no por las dimensiones de su cuerpo, sino por sus facciones y su peinado. La más vergonzosa muestra de esto ocurrió hace unos días en las páginas del diario Reforma donde la escritora Guadalupe Loaeza publicó su reflexión del debate presidencial con el título ¿A quién creerle?
En él, la autora de “las niñas bien” minimiza los logros que dan cuenta de la capacidad intelectual de la candidata diciendo “Será muy académica, científica, política seria y en extremo estructurada (…)” para concluir que a pesar de ello no le cree nada porque imagina que desde niña era “envidiosita, especialmente con las compañeras que tenían el pelo lacio”.
Como soporte de su diagnóstico, Loaeza explica que Claudia tiene el cabelllo, “desde que nació, sumamente rizado” en tanto que la candidata del PRIAN “lo tiene muy lacio y con muy buena caída, por lo tanto también en ese aspecto le tiene envidia a su contrincante”.
Las palabras de Loaeza, que encuentran cabida en un medio nacional, son de un racismo y un machismo inaceptables, pero son también una muestra indiscutible de que la violencia de género puede, sí, emitirse desde sus congéneres.
En el mismo tenor fue el desempeño de Xóchitl Gálvez durante el debate, en el que buscó estigmatizar a su adversaria como “la dama de hielo”, para asociarla con frialdad y falta de empatía, como suele hacerse con las mujeres con liderazgo, porque el único que les correspondería ejercer es el de aquellas a las que toca abrazar ancianos, acariciar infantes, y ser el rostro amoroso y maternal que debe acompañar a quienes toman decisiones y ejercen el poder.
No estoy tan convencida de que el resultado obtenido sea el deseado, porque se ha enseñado a las mujeres en la política a llenarse de estadísticas y datos que den un mensaje de capacidad ante el prejuicio social que las asume como todo ¿o sólo? amor y ternura.
En ese tenor son los hombres los que en campaña usan poesía y resaltan la belleza, porque ellas ya “le hacen honor tan sólo con su existencia”.
No es para alarmarse, cada vez estos discursos van siendo más la excepción que la regla, pero visibilizar esto es parte del proceso de eliminar una actitud cultural tan normalizada y generalizada, que hay (habemos quizá, porque seguramente también resbalo) mujeres que, contra nuestro propio beneficio, siguen (o seguimos) reproduciéndolo.