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domingo, 20 abril, 2025
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El arte de extraviarse

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Por: La Gualdra •

La Gualdra 659 / Río de palabras

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Por Juan Carlos Macías Berumen 

Hay pérdidas que no se pueden identificar porque jamás tocan el plano de lo consciente, otras que se aceptan con resignación y unas pocas que dejan una huella indeleble en la memoria. La desaparición de un objeto cotidiano, por banal que parezca, introduce una grieta en la continuidad de la existencia. No se trata sólo del extravío material, sino del quiebre en la lógica de lo habitual: un libro que no está en su estante, una llave que pareciera haberse desvanecido en el aire, una carta cuya ausencia se advierte demasiado tarde. En estos casos, la pérdida no es una cuestión de propiedad, lo es de significado: lo que desaparece no es el objeto en sí, es la certeza de su permanencia.

Existe un instante en el que la mente insiste en que el objeto aún debe estar ahí, que su ausencia es un error momentáneo en la percepción, un desajuste de la mirada. Se revisa el mismo cajón, la misma repisa, la misma bolsa del mismo abrigo con la esperanza absurda de que algo haya cambiado en los últimos segundos, de que la ciega mano que indagó el contenido del bolsillo haya cometido un error. Pero pronto la búsqueda se vuelve una negociación con la memoria: ¿cuándo fue la última vez que lo vi?, ¿qué ruta trazó antes de desvanecerse?, ¿pudo alguien más haberlo tocado? Así, el extravío abre la puerta a la especulación y a la construcción de relatos que intentan explicar lo que escapa a la razón.

Walter Benjamin advertía que en toda colección existe un momento de crisis en el que un objeto perdido pone en entredicho la coherencia del conjunto. Algo similar sucede con la memoria: la ausencia de un objeto es, en el fondo, la ausencia de una certeza sobre el pasado. En la lógica de la pérdida, lo irrecuperable no es sólo el objeto, sino la línea invisible que lo conectaba con nosotros, con un tiempo específico, con una versión de nosotros mismos que ya no es.

Tal vez, en última instancia, todo objeto está destinado a perderse, quizá nosotros mismos estamos destinados al extravío, claro que es imposible reconocer cuándo o si es que se ha cruzado ese umbral, pero en ese extravío se esconde una poética: los paraguas que nunca vuelven a casa, los lápices que cambian de dueño sin que nadie lo note, los relojes olvidados en cajones ajenos, los recuerdos de amores de juventud. En esa errancia, lo perdido adquiere una vida secreta, inexplicable, una existencia paralela a la nuestra, donde sigue teniendo un lugar, aunque no sabemos ni dónde se encuentra, ni si este lugar es un espacio físico.

 

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