El neorrealismo cinematográfico italiano, a diferencia del futurismo de Marinetti, se caracterizó por poner de relieve la miseria de la vida cotidiana durante, e inmediatamente después, de la ocupación alemana. Películas como Roma, ciudad abierta (1945), de Roberto Rossellini, o El ladrón de bicicletas (1948) de Vitorio de Sica son emblemáticas por el fino trazo de la deprimida clase trabajadora, de la angostura de su horizonte y de la atmósfera asfixiante de corrupción en la que debía vivir. Los ganadores de la segunda guerra no estaban mejor. J. G. Ballard comentó en su último libro, Miracles of Life (2008), que al llegar a Londres, desde un campo de concentración chino, descubrió lo provinciana y miserable que era la vida ahí comparada con el frenesí cosmopolita de Shangai. No parecía que Inglaterra fuese el ganador de la guerra. Ya llegaría el Plan Marshall para poner en movimiento esas economías. Pero la percepción de la decadencia de la vida citadina no quedaría en referencias a la guerra.
En los Estados Unidos se desarrolló el cine negro –noir-, adaptación de las novelas de Hammett, Chandler, Cain y Goodis, en el que el eje giraba alrededor de la psicología de personajes menos que heroicos, muchas veces ambiguos y siempre moralmente repulsivos, inmersos en una realidad de ubicua corrupción que no surgía de los desastres naturales o sociales, sino del alma. Películas como El cartero siempre llama dos veces (1946) basada en la obra de James M. Caín o Touch of Evil (1958 ) de Orson Welles, en la que Charlton Heston interpreta al policía fronterizo Mike Vargas –del que hay un tenue eco en Llámenme Mike, película de Alfredo Gurrola de 1979 (una gloria de las políticas culturales lópezportillistas) con Alejandro Parodi y Sasha Montenegro-, nos pueden dar una idea del tono de ese cine. El “neo noir” se caracteriza por incluir una línea aún más cínica, utilizando elementos de la guerra fría como las redes de espionaje, la corrupción gubernamental, la destrucción mutua asegurada, las conspiraciones paranoicas que enfatizan la inevitabilidad y ubicuidad del enemigo comunista; o de cosas aún peores. El paradigma es El candidato de Manchuria (1962) de John Frankenheimer. Por supuesto, si se ve en retrospectiva, el “neo noir” nos permite catalogar películas del pasado como sus precursoras, de entre las que no podemos dejar de citar las tres películas que Fritz Lang dedicó al Dr. Mabuse. Indiquemos que los tonos, los colores, la atmósfera decadente, la presencia de una “femme fatale” y de un perseguidor poco recomendable, así como una violencia permanente, nos sugieren que Blade Runner (1982), dirigida por Ridley Scott, es una película “neo noir”, que difiere de las demás porque se ubica en el futuro. Pero no es así, la atenta mirada sobre Blade Runner nos permite conjuntar, en una misma mesa de disección, obras tan dispares como las de Rossellini y Frankenheimer porque dota de unidad a las imágenes de una Europa decadente, destruida por la guerra, y a las conspiraciones inducidas por la paranoia del senador McCarthy.
En Blade Runner el futuro ya concluyó, y su decadencia es la del cansancio del capitalismo. Los habitantes de ese futuro se entretienen con “replicantes”, que son humanos desarrollados en un laboratorio, con cuatro años de vida y memorias implantadas “para controlarlos mejor”. Eventualmente el control sobre ellos se debilita y es cuando deben ser retirados –i.e. asesinados- que es el trabajo del Blade Runner. La historia es la de una de tantas operaciones de retiro. Pero existe en ella un eje argumental que la vuelve alarmante. Los replicantes son tan parecidos a los humanos –a pesar de ser física y mentalmente superiores- que detectarlos requiere de la aplicación de una prueba que no siempre ofrece resultados contundentes: la prueba de Voight-Kampff. Por lo tanto el Blade Runner puede equivocarse, y retirar a un humano auténtico. Con tal reflexión el contenido de la cinta adquiere un significado diferente, porque introduce una ambigüedad fundamental. ¿Qué tal que los replicantes, seres humanos de laboratorio, son los auténticos seres humanos, y todo el resto las copias inferiores que ya han concluido su ciclo biológico y aún no lo saben? Benjamin, en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” sostuvo que el desarrollo de tecnologías que podían reproducir la obra de arte anulaban su autoridad, autenticidad y sacralidad, acercándola a las masas. A esas características que perdía las denominaba “aura”. El arte, en la época moderna, ya no tiene aura. Lección que desde el neorrealismo italiano se venía expresando, sin que sus creadores lo supieran, es que el hombre, bajo el capitalismo, carece de humanidad. Pero para darnos cuenta de ello debía existir un remate, que dejara ver esa afirmación en su prístina claridad. La historia de Blade Runner es lo que viene a dejar en claro. ■