La democracia genera sus propios monstruos, como lo hace el mercado. El vocablo que los resume es concentración: de poder y recursos; de riqueza y capacidades. Para desembocar, cuando los ciudadanos se descuidan, en monopolios u oligopolios, autoritarismos y dictadura. Así puede ocurrir y ha ocurrido, no hay recetas mágicas que puedan impedirlo. Su domesticación siempre ha pasado por guerras y crisis de todo tipo; abusos de y desde el poder; asaltos en despoblado, como dicen que lo hacían los <<Robber barons>> en Estados Unidos de América, la tierra de los libres, apenas en el siglo XIX.
Estas consideraciones elementales me han venido a la mente provocados por la vergonzosa embestida del presidente Andrés Manuel López Obrador contra María Amparo Casar, respetada y respetable estudiosa de nuestra realidad política y querida amiga.
No ha habido tregua en este lamentable embate presidencial contra una de sus críticas más reconocidas y conocidas. So capa de una <<corrupción>> que habría beneficiado a María Amparo Casar y sus hijos con su pensión y seguro, el Presidente agrede e infama, descalifica y convierte, lo que para muchos de nosotros fue una dolorosa tragedia, en el <<caso>> Carlos Márquez Padilla García, quien falleciera trágicamente hace 20 años.
Acatar las leyes y respetar los ordenamientos no pueden depender de los humores del gobernante; la desproporción no debe ser práctica constante del ejercicio presidencial. No muy lejos estamos del señalamiento que, en 2013, hacía Arnaldo Córdova: “estamos presenciando la reproducción de un modo de dominación, el del presidencialismo autoritario…”. (<<El nuevo viejo PRI>>, La Jornada, 10/3/13).
La reflexión de Córdova nos advierte que los usos abusivos del poder, que muchos pensábamos ir dejando atrás lentamente, pero de manera consistente, son persistentes. Siguen con nosotros hábitos y reflejos de una cultura política predemocrática y que amenaza con tornarse pandemia.
Es necesario denunciar y rechazar la idea –por cierto, bastante peregrina– de que la nuestra es una política normal; no lo es cuando a cualquier hora y en cualquier lugar, tema o asunto, el Presidente se atribuye funciones de autoridad moral de la (buena) marcha de la nación y castiga o exonera, señala y condena a todo crítico, considerado enemigo.
En este deplorable, reprobable episodio de exceso presidencial, destaca, además, la ignorancia de algo esencial para la vida en común y, sobre todo, en democracia: me refiero al respeto, que todos nos debemos pero que un presidente debe tener, y entender, como un deber supremo y ejercicio cotidiano. Responsabilidad que el Presidente dejó de lado o, de plano arrumbó, por causas de aviesa utilidad política.
Por eso, entre otras muchas razones, es que me atrevo a decir a Andrés Manuel López Obrador, Presidente Constitucional de mi país, así no. Así vamos al fondo de la barranca, al abismo.
En defensa de María Amparo Casar