En poco más de cien días de gobierno, Andrés Manuel López Obrador, parece estar decidido a deconstruir lo construido durante treinta años de trayectoria política. El gobierno federal pareciera jugar contra sí mismo en no pocas ocasiones, en las que la improvisación y ausencia de profesionalismo destacan entre los múltiples problemas que le heredaron.
La regresión que tantos intelectuales e integrantes de la sociedad civil temieron con el retorno del Partido Revolucionario Institucional, a través de la figura de Enrique Peña Nieto, parece estar dándose seis años después.
El presidente ha encarnado los temores más agrios de quiénes, por distintas vías y en distas batallas, fueron los protagonistas de la etapa de transición a la democracia, episodio de nuestra vida nacional que nos alejó del hegemonismo nacional revolucionario, al que parece hemos retornado.
Ese líder que caminó los primeros diez años de su éxodo hasta el Antiguo Palacio del Ayuntamiento de la Ciudad de México, apoyado por los conceptos de la lucha democrática, en lo que parecía ser un consenso logrado a la posterioridad, la de una democracia liberal, con sus contrapesos horizontales (institucionales) y verticales (electorales), ha olvidado ese historial o lo ha perdido en la última década, la del éxodo del Palacio del Ayuntamiento al Palacio Nacional.
Sí bien es cierto que nuestra naciente democracia fue incapaz por sí misma de combatir la desigualdad con la urgencia que se requería y que quizá no hizo sino democratizar la corrupción, ello no es motivo para renunciar al sistema político que ha demostrado que, tras décadas (y siglos) logra que los países disminuyan la pobreza como ningún otro modelo de gobierno y otorgar calidad institucional al Estado, al grado de volverlo eficiente y legítimo.
Sí bien ha logrado extender su popularidad, los resultados no parecen dar para mucho más. Según la iniciativa México ¿cómo vamos?, aunque la percepción del consumidor sigue a la del presidente, pues es positiva en niveles históricos, el consumo en el mes de diciembre fue tan baja como en 2013; la inversión fija bruta cayó un 6.4% igualándose nuevamente con septiembre de 2013; el crecimiento estimado por los especialistas del sector privado, encuestados por el Banco de México, es de menos de 2% para 2019, coincidiendo con algunas de las (descalificadas) calificadoras y el propio Banxico. En diciembre, en términos de generación de empleos, se registró la mayor disminución en dicho mes desde que se tienen datos; los ingresos en enero de este año fueron 7.5% de los reportados en 2018 y 5.2% menores a los esperados por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Entre otros datos, también positivos, como la apreciación del peso.
Estos primeros cien días también han dejado ver una insólita convicción del gobierno federal y el propio presidente por prescindir de reglas, leyes e instituciones al momento de distribuir el recurso público. El presupuesto parece estar destinado a un cúmulo innumerable de observaciones, sí las instancias de rendición de cuentas se atreven a enmendarle la plana al gran benefactor (María Amparo Casar, dixit), pues entre el nulo control que se prevé en unos mecanismos tan complejos como el de la distribución directa y sin organización ciudadana, y la improvisación y ausencia total de profesionalismo de la burocracia de la cuarta transformación, no podría avizorarse nada distinto.
A López Obrador, debe quedarle claro que ser un buen presidente no necesariamente pasa por ser un presidente popular y viceversa. ■
@CarlosETorres_