La Gualdra 561 / Río de palabras
Pasamos toda la noche removiendo en nuestro interior
muchas maldades unos contra otros, pues
ya Zeus nos preparaba el azote de la desgracia.
Canto III, La Odisea, Homero
Entre las nubes y sus choques. O en el vértigo de lo húmedo, los charcos. El hombre abrió la puerta sin pánico con la descarga detrás de las orejas y logró desafiar las paranoias del trueno.
Después de las centellas, casi sin decirnos nada, juramos no volver a pronunciar su nombre.
Él ya no era mi padre.
Tampoco ellos lo reconocieron. Trato de recordarlo cuando cierro los ojos. Toda la familia yacía acostada en los hilos de la sala, alrededor del pabellón de algodones, arriba del piso helado, en medio de la oscuridad con el olor a lluvia hasta en las narices y las leyendas de la Emérita en la voz de nuestra madre.
Todavía descalzos, lo que los músculos dibujaron con el agua y los parpadeos, lo que al perro hizo temblar en un rincón del comedor, sin preocupaciones, decidimos junto a él observar el cielo hundido y rebosante. Más allá, al fondo del marco vertical, la silueta de un dios se asomaba desde arriba. El hombre que ya no era el hombre de la casa, menos sería humano, casi desnudo, casi sin otro ruido que el de sus tímpanos, con deformidades en su espalda, dijo, y el cielo se hizo un tanto rojo:
―Esta casa no es mía ―sus sombras se despegaban del mármol y, a nuestras espaldas, mi madre lloraba con un moretón ensangrentado, muy cerca de la boca―, siempre fue suyo, de ustedes. No tengo por qué volver a repetírselos. Los estimo mucho, los quiero, los aprecio, pero aquí hay un algo que no puede ser, y que no termina. No quiero pedir disculpas, me voy. Espero verlos pronto.
¿A qué animal de ese dios corresponde nuestra agonía? Si la pregunta fue: ¿por qué decirnos adiós cuando llueve el puño de sus manos? ¿Si al abrir el hocico evité observarme en él? Las luces, sus palabras, el dedo índice hacia arriba, sus canas alborotadas por el viento, su poca ropa empapada. Esa sería la única señal antes de azotar la puerta de vidrio. Y cuando en sus cristales zumbaron la cerrazón y grietas, en sus rupturas, sobre la superficie, también crecieron pequeños relámpagos.
Nadie nos creería, ni el más ingenuo vecino en todo el Oriente al romperse lo nublado, al estrecharse los destellos rojos de la tarde y el vapor que surgía desde el piso.
En la Emérita, lo vimos esa noche de azogue y golpeadura, que tan solo como él nadie más lo haría dejándonos atrás y sin impedírselo ascendió a los disturbios.
* Daniel Sibaja (Mérida, Yucatán, 1997). Es autor de Montejo Boulevard (La Comuna Girondo, 2019) y Opiniones públicas (Sangre ediciones, 2022). Forma parte del Centro de Experimentación.
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