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lunes, 12 mayo, 2025
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Historia de tres machistas (de closet)

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Por: LUCÍA MEDINA SUÁREZ DEL REAL •

Las mujeres que los hombres quieren ya no existen;
Los hombres que las mujeres quieren aún no nacen

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Las siguientes líneas son historias ficticias salpicadas de realidad que se proponen ejemplificar la cultura machista que padecemos. No pretendo con ellas juzgar a sus protagonistas, sino, como recién lo dijimos, dar cuenta de una idiosincrasia de la que casi nadie escapa, incluyéndome.

 

Hugo

Era 2012. Viejos amigos, encontrábamos uno en el otro, al más cercano compañero de entre los muchos que planeábamos el bloqueo a las instalaciones de Televisa, tal como convocaba a nivel nacional #yo soy132.

La operación requería apersonarnos de madrugada en el lugar, entre cuatro o cinco de la mañana. No lo recuerdo con precisión.

La tarde previa tomábamos café. Él me decía que pasáramos el tiempo fuera de casa, que sería mejor ya no ir a dormir para llegar aún con más antelación al lugar de la protesta.

A mí me parecía complicado, la hora acordada era de por sí temprano para mis seres queridos, quienes temían que con la oscuridad de la noche me expusiera a un robo o violación, o a que la policía aprovechara la penumbra para reprimir y disolver la manifestación.

Él en cambio estaba tranquilo, su plan era llegar esa noche a casa, tomar una chamarra, darle un beso a su esposa y avisar que llegaría hasta el día siguiente porque estaría en la manifestación.

Con la confianza de varios años de amistad, le conté de mis dificultades, le dije que ya me era difícil de por sí lidiar con las preocupaciones por la madrugada y que trataba de no forzar demasiado las cosas.

Con todo el tacto que le era posible, estimulaba mi rebelión. Por curiosidad, le invertí el escenario, le pregunté ¿qué diría él si mi compañía en aquella tarde fuera su mujer y no él, y si estuviéramos planeando ir a su casa, que ella le diera un beso, le encargara el bebé y se fuera conmigo al plantón? Su respuesta fue simple y elocuente: “está cabrón”.

 

Paco

Procuramos llamarnos con frecuencia. Pocas veces podemos vernos, pero el teléfono nos mantiene cerca. La última vez, me contestó todavía entre irritado y preocupado. Hacía un par de días había tenido la peor discusión hasta entonces con su esposa, que tenía cinco meses de embarazo. El motivo fue que ella no despertó temprano a prepararle el lonche cuando él se alistaba para irse a trabajar.

Era la primera vez que ella tenía esa osadía, él todos los días cariñosamente la besaba y le pedía el itacate, a lo que ella respondía obedientemente. Pero ese día el sueño o la pereza la vencieron y no se levantó. Según la víctima de los hechos, hizo un gesto de desgano, se giró y siguió durmiendo la muy canalla…

Él, paciente, la dejó dormir, pero cuando llegó se puso a mano. Le reclamó el incumplimiento a sus deberes, le dijo cuánto se mataba él para ir a trabajar para que ella no pudiera siquiera levantarse a preparar una torta.

Yo escuchaba atónita, no pronunciaba nada y dejaba a mi amigo desahogarse de aquella mala mujer, a la que en el fondo tanto amaba. Creo que él adivinó mi silencio y sin que yo dijera nada se justificó, “es que ella no hace nada, ya no estudia, no trabaja, no hace otra cosa en el día. Yo me la parto todos los días para mantenerla a ella y al bebé”. Permanecí en silencio…

Tan fuerte estuvo el desaguisado que aquella discusión terminó en una sala de urgencias médicas, en la que la atendieron porque no le paraba el vómito. El enojo devino en preocupación. Horas de suspenso y angustia porque nadie le informaba a él cómo se encontraba ella y el bebé que lleva en el vientre.

Resumía toda aquella sensación con una frase inocente que atrapó mi atención “estaba preocupado, no me la entregaban”.

Era tierno, imperceptible quizá, pero su elección de palabras hacía ruido en mi cabeza: “no me la entregaban”. Así diría yo si se tratara de una computadora en reparación. ¿Así diría si se tratara de mi hermana? Afortunadamente no he vivido esos dilemas lingüísticos, y admití que quizá exageraba.

 

Luis

Más que amistad tenemos una complicidad insospechada. El grado de confianza es tal, que con más apertura puedo bromear con él cuando se queja amargamente de su esposa porque ella no valora la infinita paciencia con la que él espera a que le dé de comer hasta las seis o siete de la tarde que ella se desocupa.

Él aguanta estoico mis bromas y sarcasmos: “¡qué partidazo eres, eh, no cualquiera!”, “¡qué buen hombre eres porque no le quitas el gusto a tu mujer de servirte cuando apenas termina de trabajar”. Ríe conmigo, y luego admite que practica lo que él llama un “machismo moderado”, dice que así fue educado. No le falta razón, no es fácil escapar de la cultura.

Algo hemos progresado, entre debates y conversaciones recientemente Hugo, Paco y Luis compartan las labores domésticas con sus parejas. El siguiente reto es hacerles entender que no se dan medallas por eso. ■

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