A medida que avanza la lucha feminista, esta corriente ideológica más se cuestiona, como si las consignas, las posiciones o los postulados debieran legitimarse frente al macrosistema patriarcal contra el que se lucha. Las interrogantes en redes sociales, en medios de comunicación, y hasta en los diálogos personales, son cada vez más comunes; la pregunta es hoy día, un medio inquisitorio.
Los que tienden a la eterna pregunta, pareciera que los datos no les resultan suficientes: México es el país de las desigualdades, donde a pesar de ciertos avances en materia legislativa o en el diseño de la política pública aplicada, la desigualdad es tan grande, tan profunda, tan sistémica, tan enraizada, que por ello, la violencia contra las mujeres se vuelve tan compleja de combatir. Como bien apuntaba la socióloga Marta Lamas, al afirmar que de nada sirve modificar el cuerpo normativo de un país desigual, puesto que entonces los patrones de discriminación sólo se convierten en pasos reproducibles, es decir, en una sociedad desigual, lo primero que hay que remediar, es la desigualdad en sí.
México, el país de la brecha salarial del 35% contra la mujer, donde mujeres y hombres que están igualmente preparados, y que ostentan las mismas habilidades para realizar las mismas actividades profesionales y laborales (y que de facto las realizan), perciben sólo el 65% de ingreso salarial de un hombre. Mientras los indicadores de geografía y estadística en el país sugieren que el ingreso promedio nacional de un masculino es de $22 mil 618, el de una mujer es de sólo $14 mil 860.
En el ámbito escolar, en el análisis de constancia y permanencia en la escuela, los indicadores apuntan a diversas cosas: por ejemplo, el Instituto Nacional de las Mujeres indica que los hombres estudian 9.3 años escolares en promedio nacional, mientras que las mujeres lo hacen sólo en 9.0 años. Sin embargo, se destaca que, durante los primeros años de educación, son las niñas las que tienen mejor desempeño académico, constancia y permanencia, situación que se revierte con el tiempo, puesto que, en una media aritmética, a la edad de 15 años, es cuando, las ya adolescentes, abandonan la escuela.
Y por si las desigualdades económicas y educativas no fueran suficientes, las violencias psicológicas, morales, políticas, sexuales y contra la integridad física están a la orden del día, incluso están establecidas y definidas en la Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, ordenamiento que, para muchos, pasa desapercibido, deslindándose de la obligatoriedad de esta normativa de carácter coercitivo para todo el territorio nacional.
A nivel global, las cosas no son mejores, pues se estima que 736 millones de mujeres han sufrido alguna vez en su vida de algún tipo de violencia física o sexual, por parte de su pareja íntima o por alguien que no era su pareja. Es decir que 1 de cada 3 mujeres ha sido víctima de violencia, datos que se elevan en países en vías de desarrollo y que el efecto de la pandemia, ocasionada por el Covid19, incrementó aún más.
ONU Mujeres apunta a que, en el año 2020, al menos 81 mil niñas y mujeres fueron asesinadas, y de ellas, mínimamente, 47 mil, fueron víctimas de sus familiares o parejas. La estadística a nivel mundial apunta a que, en los homicidios cometidos en el contexto familiar, las víctimas fueron, en un 58%, niñas y mujeres.
Esto es sólo un breve repaso sobre la situación actual y sobre el anclaje histórico del papel de la mujer en la sociedad. Las niñas y mujeres representan al único sector mayoritario en el mundo que es un grupo altamente marginado; en términos de democracia, es la única mayoría que navega con conquistas de minoría.
Por ello, no sólo resulta pertinente que la agenda de las mujeres esté latente en todos lados. Las violencias de género son una cosa de todos los días, por lo que no sólo es justo, sino legítimo que las demandas estén en todas las agendas posibles.
La lucha feminista actual no sólo es un tópico de cámaras; sino que está simbólicamente en cada espacio construido socialmente. Las calles y los lugares públicos deben ser un permanente recordatorio de la deuda histórica que hay para el sector de las mujeres. Así se construyen las narrativas colectivas, a través del simbolismo en la res pública. Aquello a lo que los defensores del patriarcado -y de los ladrillos- le llaman “vandalismo”, sosteniéndose a la arcaica idea de que la ciudad y sus monumentos son una cuestión estática: una expresión más del conservadurismo.
Sin embargo, la expresión de esta ola feminista (intervenida o no desde la iconoclasia), es insurrecta: el feminismo está luchando por todos los pendientes que hay para el género; cada vez con perspectivas más claras, objetivas, incluyentes y científicas. Los derechos por las justicias que se le deben a las niñas y mujeres no son sólo un tema en boga, sino que serán una lucha constante y permanente porque las revoluciones son así: cuando se gana un derecho, el que sigue ya viene endeudado.
Así que, con todo el dolor de los que se oponen a la lucha feminista, la tendencia va al alza: la ola morada está alcanzado cada vez más sectores, tocando cada vez más clases y para ejemplo de ello, las más de 15 mil zacatecanas que, el pasado 8 de marzo, exigieron a una sola voz justicia e igualdad.
Claro está que cuando las peticiones se piden desde la rabia, desde el corazón partido y desde el luto, los modales pasan a un segundo plano. ¿Legítimo? Igual o más que el que con una piedra en la espalda (según dicen) incendió la gran puerta de la Alhóndiga de Granaditas a petición del jefe de los insurgentes. La diferencia es que este último está perpetuado en santa gloria en los libros de texto y en la historia nacional, mientras que las mujeres son condenadas y repudiadas por los medios de control estatistas.
En un país donde once mujeres son víctimas de feminicidio al día. En un mundo donde cada once minutos una mujer es asesinada a manos de una persona que conoce, la revolución feminista no es una opción; es una necesidad imperiosa y urgente. El feminismo será incluyente, contra sistémico, sororo y nunca a conveniencia. La ola viene, ¡y viene fuerte!