Durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador se impulsó el enfoque del ataque a la violencia a partir de las “causas estructurales”, mismo que será continuado en el sexenio de Claudia Sheinbaum. Sin duda este fue un gran giro comparado con el discurso bélico que promovió el expresidente Calderón, continuado por Peña Nieto. Sin embargo, cuando observamos muchos de los indicadores a nivel nacional podemos ver que estamos muy lejos de esto: homicidios, desplazamientos, desapariciones, extorsiones, feminicidios, son realidades generalizadas en todo el territorio nacional, con niveles de países en guerra. Igualmente, cuando analizamos las políticas de seguridad, lo que tenemos es un continuo de militarización, militarismo, prisión preventiva, punitivismo e impunidad.
Desde la implementación y posteriores adecuaciones de las políticas globales de “combate contra las drogas”, la militarización ha sido la vía de intervención de los países centrales en los periféricos. Todos los indicadores muestran no sólo que es una falsa guerra (o por lo menos fallida), sino que seguimos cumpliendo el rol de sociedades dependientes que funcionan como productoras de materia prima y procesada para el consumo en los países centrales (aunque hay importante consumo interno, la tendencia global es clara). Mientras el consumo crece en Estados Unidos, Europa y Asia, es en América Latina donde se asumen los mayores costos, escenificando los principales campos de violencias que profundizan la precarización de la vida de los jóvenes, las mujeres, las infancias, las poblaciones indígenas y rurales.
El Informe Mundial sobre las Drogas 2024 de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito es contundente. En la última década aumentó el consumo de drogas ilegalizadas en un 20%, estimando que, de más de 8 mil millones de habitantes, un aproximado de 292 millones de personas en todo el planeta dicen haber consumido alguna sustancia durante el 2022. Dentro de este panorama, las más consumidas son el cannabis (228 millones), opioides (60 millones), anfetaminas (30 millones), cocaína (23 millones) y éxtasis (20 millones). Una de las consecuencias de la criminalización del consumo es que sólo el 9% de los consumidores recibe tratamiento; hay una mayor probabilidad que los usuarios que se inyectan contraigan enfermedades de transmisión sanguínea; las muertes por sobredosis han aumentado de manera alarmante en Estados Unidos y de manera constante en Europa, a pesar de que existen medicamente que podrían evitarlas.
Ahora bien, el mismo informe de evaluación de la política de drogas sigue construyendo la narrativa de “los narcotraficantes”, cuando se han documentado las estrechas redes de trabajo, colaboración, corrupción y simbiosis entre “criminales”, “empresarios” y “actores estatales”, que son necesarias para que una de las economías más grandes del planeta funcione. Como ha explicado muy bien la académica Estefanía Ciro, entre más decomisos e incautaciones de drogas se realicen, más se va a producir, porque el negocio no sólo se mantiene, sino que está más pujante que nunca. Las mayores ganancias de este negocio se quedan, paradójicamente, en los países centrales.
En México el crecimiento de estas dinámicas está emparentado con las reformas neoliberales de los años ochenta y noventa, pues muchas zonas rurales y urbanas se convirtieron en terreno fértil para la expansión de economías ilegales e ilegalizadas (los casos más emblemáticos, tal vez, son Guerreo y Michoacán). A la producción, circulación y consumo de drogas, se suman todas las economías vinculadas con el megaextractivismo, la agroindustria, las maquilas, los parques industriales en condiciones de sobreexplotación, y un largo etc. Dicho proceso ha normalizado la violencia como lógica de construcción de ordenes sociales para garantizar la reproducción de capitales brutalmente depredadores.
De la misma manera, no podemos obviar que la economía violenta del “tráfico de migrantes” se genera por las políticas restrictivas y represivas contra las personas que buscan alternativas de vidas vivibles más allá de las fronteras donde nacieron. Eufemísticamente los gobiernos y los medios de comunicación denominan como “rescate” de migrantes a las operaciones en las que deportan a personas cruzando territorio mexicano, o cuando las localizan en casas de detención, siendo realmente estos operativos partes del circuito de reforzamiento del cierre de las fronteras y del derecho al libre tránsito. Las personas huyen de los lugares donde no pueden vivir con dignidad, para hacerlo deben recurrir a formas de circulación que son sumamente riesgosas, y cuando son detenidas por las autoridades éstas se encargan de regresarlos a sus países de origen recordándoles que sus vidas no importan.
Además de la pobreza y la desigualdad, producto de un modelo económico altamente excluyente y que genera formas de profunda humillación en amplios sectores sociales, debemos prestar especial atención a las políticas que regulan este modelo económico por medio de la prohibición, criminalización e impunidad, donde la violencia es sólo una forma de ejecución de los negocios. Limitar las explicaciones de las violencias a la pobreza puede ser una forma, tal vez inconsciente, de criminalizar a amplias poblaciones empobrecidas que son parte de circuitos más amplios donde las ganancias se quedan en lujosos condominios y salones de elegantes ejecutivos.
Las alternativas están en transformar los mecanismos que detonan dichas economías, o como dice el sociólogo Marcelo Bergman “el negocio del crimen”. Regulación justa y perspectivas de salud pública frente a la producción y consumo de drogas. Transformaciones en los regímenes de fronteras que sean coherentes con el discurso de la globalización y la humanidad hiperconectada. Cambios en los circuitos de procuración de justicia que rompan redes de criminalidad política y económica. Resarcimiento del abandono estatal a la producción, el campo y la generación de empleo digno. Rescate y cuidado de la naturaleza, desde una perspectiva de bienes comunes. Discutir estas políticas implica una verdadera apuesta por la paz y la no violencia, lo demás es seguir gestionando la violencia como una condición insuperable, reduciéndola a un “problema de inseguridad”. Tal vez las respuestas no están en los experimentos fallidos que durante décadas han ejecutado gobiernos de todos los signos, tal vez las respuestas se encuentran en los territorios donde muchas comunidades han entendido que el problema es el modelo de capitalismo dependiente donde la violencia no es una anomalía sino la regla.