Querido amigo: no es que no lo supiéramos, sería absurdo decir que no lo sabíamos, porque hasta lo mencionamos, porque hasta nos reíamos de ella, ¿recuerdas que decías que te ibas a inyectar en las venas caldo de pollo cuando el fin fuese inevitable?, ¿cuando los médicos te dijeran que ya quedaban unos cuantos meses, unos cuantos días?, lo sabíamos, Romer, pero no era tan triste, ni siquiera nos ponía melancólicos enterarnos que a otros les ocurría eso de morirse.
Era una fiesta, eso era la vida para nosotros, y la celebrábamos con palabras y mucha, mucha lectura y literatura, qué buen lector eras, ¿a qué hora leías tanto?, ¿cómo le hacías para estar enterado de tanta literatura?, y nos burlábamos de los escritores que estaban de moda, porque nos venía tan bien burlarnos de ellos, de sus tantas tonterías en sus declaraciones o en sus obras mismas, de la misma literatura (¡qué necio eras en molestarme con Murakami!), pero nunca imaginamos, amigo querido, que la muerte en su presencia absoluta resultase tan demoledora, tan certera, tan insultante, y así fue la tuya, maldita muerte, tanto que hasta el día aún no la consigo asimilar, no me hago a la idea de tu ausencia, prefiero repetirme que nuevamente has viajado a China por trabajo.
Mi querido Romer: tengo tanto que agradecerte, amigo, que tan pocas palabras en esta columna no alcanzarán para hacerlo, porque fuiste más que mi confidente, mi “maestro”, mi guía de vida, mi dador de grandes lecciones, porque una y otra vez te llamé por teléfono al borde del llanto sin saber qué hacer con mi vida y en medio de las peores crisis existenciales, y tú me contestabas al otro lado de la línea con esa tranquila y pausada voz, “¿qué pasó?”, y mi desestructurada narrativa se hilaba con tu ayuda y poco a poco iba recobrando la tranquilidad y ¿cómo podría agradecerte tanto, querido amigo?, ¿cómo agradecerte que cuando nadie me tendía una mano la tuya siempre estaba para decirme que las cosas no estaban tan mal, que había que reírse de todo, que la vida es este día que nos toca y que lo demás importa un carajo?, ¿cómo hacerlo, querido amigo?, y estabas ahí para rescatarme del naufragio lo mismo por teléfono que cuando nos veíamos para compartir el whisky y los cigarros y los libros y la música, ¿recuerdas aquella ocasión en que te pusiste a bailar al lado de la computadora?
Eras un hombre sabio, Romer, y por eso te mereces estas palabras. No eras un hombre común y corriente, y eso lo sabemos quienes tuvimos la dicha y la fortuna de conocerte, de ser tus amigos. Hacías magia con tu presencia. Y la hacías en ocasiones en silencio. Llámalo vibra, energía, qué sé yo; sé, por el contrario, que si ahora mismo te enteraras de lo que escribo te orinarías de la risa, soltarías esa carcajada que recuerdo cuando los días son grises, querido Romer.
Te voy a contar una chistosa anécdota que te hará reír más: el día de tu funeral, cursi como soy, llegué a casa y escribí algo más cursi en mi muro de Facebook y una amiga comentó (supongo que confundida): “sí, Romer, ese perrito que nos hizo reír a todos”, cuando lo vi por primera vez al entrar a mi Facebook me molesté y pensé en borrar el comentario, pero luego me acordé de lo mucho que te hubiera causado gracia a ti, amigo, y lo dejé, porque tu humor era así, siempre procuraste restarle toda la solemnidad a lo que se pudiese.
¿Sabes, Romer, al fin se ha publicado la novela de la que durante tantos años te conté?, y en algún momento me pegó duro la tristeza porque no alcanzaste a verla publicada, amigo, porque sé que te habría encantado y que habríamos organizado una gran fiesta en honor de “La Cowboy Rulfo” (Ulterior Editorial, 2023).
Te he llorado, Romer, y lo hago a pesar de que sé muy bien que a ti no te habría gustado que te recordara así. Pero es muy triste tu ausencia, amigo, es triste saber que no tengo a quien marcarle y charlar con él como con nadie más lo hago, es triste saber que no puedo hablar de literatura como con nadie más lo hago; que no tengo a quien contarle secretos de mi auténtica personalidad, como solo contigo lo hacía, querido Romer, y a la vez escuchar muchas de tus confesiones y volver a escuchar por enésima vez la historia de tus humildes orígenes venezolanos, o volver a escuchar, una vez más, que me ibas a heredar todos tus sombreros para cuando yo me quedara calvo como tú, o tu llegada a Mexico, tus estudios y cómo fuiste un hombre que se fue haciendo con mucha lucha y pasión por el estudio, hasta llegar a ser un admirado académico del Colegio de México.
Qué grande fuiste, Romer, y no sabes la de cosas buenas que dijeron de ti en tu funeral, amigo. Te confieso: no fue aquel funeral triste con tres personas que siempre me contabas que ibas a tener; no, Romer, fue un funeral con sonrisas y con muchas memorias encendidas. Me acerqué a tu hijo y casi le rogué: “Romer dijo que me iba a dejar un libro solo para joderme; te pido que si lo encuentras me lo des, Romer se merece que le publiquemos un libro y a mí me encantaría editarlo”.
Por mi parte, amigo, llegué frente al féretro y me solté a llorar frente a una fotografía que seguramente Carmen y tu hijo (al fin se me hizo conocerlo) habían colocado en medio de varios arreglos florales. Luego vi a tu gran amigo Juan (qué triste se veía Juan) y a la querida Cecilia (llevaba una buena botella de mezcal)… y luego, amigo, me fui, porque la vida sigue, amigo, porque no estoy seguro de si nos volveremos a ver, pero al menos sé que me iré de esta vida con una enorme sonrisa en los labios por el gusto de haber coincidido contigo en esta breve vida… descansa en paz, manito, y si no es en paz, al menos descansa, manito, que acá te vamos a recordar siempre.
Pero cuando nos bebíamos nuestra botella de whisky y la madrugada se deslizaba por debajo de la puerta de mi departamento nos reíamos de ello, de la muerte, de la mía, de la tuya, y mira, sin siquiera adivinar quién de los dos se iba a ir primero te me fuiste a adelantar de una manera intempestiva, catastrófica.
Te escribo porque fuiste una persona destacada que a la vez siempre se negó a serlo. Te escribo porque acaso la escritura es nuestra única herramienta, al menos con la que yo cuento, para intentar explicar a lo demás esta ausencia que hoy irremediablemente me dejas, querido amigo, y también te escribo porque tengo una creencia: no puede existir en la vida un texto más decoroso que aquel que se le escribe a una persona que se le quiere y que se le extraña, y mira, cómo te explico, apenas son unos cuantos días en que decidiste partir, porque te conozco bien y sé que lo decidiste, y ya te extraño: esa voz que del otro lado del teléfono celular me decía para finalizar la llamada “ándele, cuídese”.
Nuestras risas, amigo, ¿te acuerdas de ellas?, del sonido que se esparcía como fina arena por todo el departamento y que quedaba incluso después de que te despedías; amanecía al día siguiente y me encargaba de recogerla, de depositarla en frasquitos que siempre conservé en el librero, en el espacio que dejaban los libros que te había obsequiado. Era ese nuestro momento, amigo, nuestro tiempo, y los dos sabíamos que iba a tener un final, siempre lo supimos, y nunca nos pusimos triste, nos reíamos de la muerte, debes de acordarte, cuando repetías