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domingo, 15 junio, 2025
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Lukyanenko

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Antes del fin del siglo 19, en Rusia se comienza a experimentar con el cine llevado por los hermanos Lumiére. Las primeras cintas recogen las imágenes de la coronación de Nicolás II. El nuevo arte cobra gran aceptación y en el transcurso de poco tiempo se filman más de quinientas cintas. A la par de la literatura y otras artes, el cine, al instaurarse el comunismo, sufre por las limitaciones ideológicas. Empero, tanto cineastas como escritores se las ingenian para crear obras que impresionan al mundo. Tal es el caso de Eisenstein que, en El acorazado Potemkin, logra librar la linealidad. Así comienza un boom del cine soviético que recibe las palmas de la crítica extranjera gracias a Andréi Tarkovsky, Mijaíl Kalatózov, Grigori Kózintsev, Alexander Sokúrov y Vladímir Valentínovich Menshov. Este cine, tras el glásnost, busca temas y formas debido a la apertura ideológica. En esa nueva definición, que regresa a los orígenes rusos, permite que emerja, como si se tratara de un ave Fénix posmoderno, encarnado en una singular propuesta, las novelas de Sergei Lukyanenko y el alma rusa —y sus correspondientes películas—.

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En Guardianes de la Noche se presenta la dicotomía luz–oscuridad. Si se siguen las acciones del personaje Antón Gorodetsky, es posible apreciar la transición entre estos dos estados. Primero, se ve implicado en una acción maléfica al acudir con una bruja con la intención de recuperar a su mujer a través de un hechizo. Darya Leonidovna (la bruja) le confirma a Antón que su esposa está embarazada pero le miente al asegurarle que el niño que espera no es de él, sino del hombre con el que se ha escapado. Darya le ofrece matar al niño y él acepta el acto de oscuridad. Aunque este hecho no se consume por la intervención de los guardianes de la noche, la sombría decisión ha sido tomada. Luego de saber que Antón es otro, éste decide unirse a la Luz y trabajar en la lucha contra el mal. Más tarde se descubre una profecía que versa sobre una virgen que se ha maldecido a sí misma por sentirse culpable de la enfermedad de su madre.

Una vez resuelto el problema de la maldición, aparece el Gran Otro que elegirá entre la Luz o la Oscuridad y, como si se tratase de un hado sin contemplaciones, el Gran Otro es nada menos que el hijo de Antón, aquel incipiente feto al que alguna vez intentó quitarle la vida desde el mismo vientre de la madre. Al enterarse de eso, el niño (Egor) elige la Oscuridad. La humanidad se ha salvado momentáneamente del vórtice de maldad que se erigía encima de la virgen; sin embargo, ante la elección de Egor, ¿qué futuro deparará a los guerreros de la Luz? ¿Será que la profecía, iniciada con la aparición de la virgen, en verdad se rige con la dictatorial sentencia que señalaron los sabios, aquélla que revela que un hombre está emparentado más con refrenar el ímpetu de la luz y no enfrentar a la oscuridad? ¿Para la naturaleza humana es más fácil destruir que construir?

En Guardianes del Día (2006) se dará un giro inesperado a la historia, digno de una de las mejores justificaciones literarias de flash–back vertido al lenguaje cinematográfico. Esta técnica adquiere dimensiones míticas con la leyenda de Tamerlán y la tiza del destino. El filme abre con una escena por demás borgeana: en una estepa siberiana, cubierta de nieve, presto para la batalla, se encuentra el ejército de Tamerlán en las afueras de una fortaleza impenetrable. El conquistador mongol se dispone a descifrar el enigma que le hará vencer el laberinto sinfín que le impide llegar hasta el templo del gran Zoar. Ya descubierto el acertijo, Tamerlán se adentra en el laberinto para cumplir su cometido; la confianza en la victoria le hace incurrir en un breve error que le llevaría a pagarlo con su propia vida sino fuese por el artificio mágico que posee entre sus manos. «Voy a dominar el destino del mundo», sentencia Tamerlán ante Zoar. Éste le responde: «No puedes controlar ni tu propio destino». Cuando el guerrero mongol cae al suelo, herido mortalmente, pregunta por aquello que debe escribir con la tiza y Zoar le advierte que trace lo que él desea. Entonces se descubre el verdadero alcance que el mencionado objeto puede darle a quien lo posea. Años después, Antón sabrá usar la tiza apropiadamente, eliminando el origen que derivó en tan trágico final. El instante del flash de una cámara que congela el movimiento será suficiente para que Antón encamine sus pasos hacia el lugar propicio para hacer retornar todo al punto de inflexión. Y, de esta forma, empezar de nuevo, como lo hiciera Tamerlán segundos antes de presenciar su propia muerte.

De esta manera, se está ante una manifestación de discursos —escrito y visual— de una evolución totalmente posmoderna. Con la hibridación de ambos se cumple una de las premisas del arte contemporáneo: la fusión de la alta cultura con la baja cultura, sobre todo si no se omite el contexto del que proviene la literatura fantástica de Lukyanenko. Si acaso es un tema que se resume en la muy usada frase de Umberto Eco de apocalípticos e integrados, Guardianes de la Noche y Guardianes del Día son la reconciliación de ambas tradiciones, encabalgándose sobre las nuevas rutas a las que puede virar la cinematografía del nuevo milenio. ■

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