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domingo, 20 abril, 2025
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Humo

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Por: MILO MONTIEL ROMO •

Uno, dos, tres, cuatro. Golpes rítmicos en la puerta y luego el silencio. Respiro lento y tratando de no hacer ruido. Quieta para no mover el aire. La oscuridad del cuarto me oculta además de la puerta cerrada. No hago nada salvo escuchar en la inmovilidad esperado que crea que no estoy, que morí, que fui convertida en piedra, algo lo haga desistir e irse.

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Uno, dos, tres golpes nuevos en la puerta avejentada y mi corazón da un salto que me hace pensar en que se haya escuchado hasta el patio y por reflejo contengo el aire y una lágrima corre por mi mejilla haciendo una línea de agua salada que muere en la comisura de la boca.

¿Cómo suena una lágrima rodando por la piel? ¿la habrá oído?

Uno, dos, tres, cuatro, cinco nuevos golpes se impactan con más fuerza en una puerta que también tiembla mientras escucho su respiración agitada. Adivino su rostro pegado a la puerta, lo veo claramente pegando la oreja para buscarme en una habitación altamente conocida. Escucha y con el oído recorre cada centímetro de la habitación.

Quiero creer que duda, que no está seguro de que estoy aquí, pero sé que huele, me escucha, me sabe y vuelve a llamar. Uno, dos, tres. Tiemblan mis manos mientras él no dice nada. Calla y yo también callo. Nos perseguimos en silencio, a ciegas, detenidos a cada lado de la puerta con una violencia sostenida en el tiempo infinitamente. 

Uno, dos, tres, cuatro. El ruido seco de quien golpea el cadáver de un árbol convertido en barrera, en frontera y puerta se balancea rítmicamente. Cada golpe en la madera rompe la espesa nata con que se construye la modorra de la soledad nocturna, cada toquido irrumpe el sueño de otros que ignoran que el miedo se estanca cerca mientras ellos duermen, mientras abren sus ojos esperando que aún no amanezca.

No puedo moverme, no puedo respirar y el aire se niega a correr en forma natural. Aspiro de forma irregular, expiro pequeñas cantidades de aire y jalo demasiado rápido provocando un jadeo ruidoso que no puedo controlar. Trato de callar y no puedo. Creo que me escucha atentamente.

Logro contener la respiración y escucho. Nada. No lo siento, no lo escucho respirar, ya no golpea, entonces a gatas me muevo por la cama hacia la pared y con un clavo que desde hace horas saque de la bolsa del pantalón y lo sostengo en la mano, lleno de sudor. Y es que desde que recuerdo tengo que recoger cada clavo que veo en el suelo, no importa si es aún un bello, claro y reluciente o uno oxidado, chueco o quebrado. Los he levantado de charcos, mierda, lodo, hojas de árboles secas. Es algo que tengo que hacer y ya. Ahora es lo único que me mantiene en la cordura.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Golpeo sigilosamente la pared con el clavo esperando que la vecina entienda esto como el llamado discreto de auxilio. Quiero meter en el sueño de quien está del otro lado un sonido rítmico, latoso que la despierte para que prenda su luz y con su irrupción en la noche, lo aleje.

Uno, dos, tres, cuatro. Nada. Quizá no golpeo la pared con demasiada fuerza, pero no quiero que el rítmico martilleo lo escuche él y ratifique que si estoy… como si no lo supiera ya. Quizá sí lo oyó, pero prefirió dormir. Nada. El tiempo avanza pastosamente y la oscuridad es el único refugio. Uno, dos, tres. Silencio. 

Siento que el clavo ha empezado a herir la pared. Imagino que un pequeño agujero empieza a crecer, tirando cal, yeso y pintura a mis muslos, mientras en cuclillas, golpeteo… no entiendo por qué allá, en la inmensidad de la distancia del otro lado del muro, no responden. La soledad espesa el tiempo y a la oscuridad.

Uno, dos, tres, ya nadie golpea la puerta y camino a ella.

Ahora soy yo quien coloca la oreja en el mismo lugar de la puerta que él, pero en el sentido opuesto de la hoja de madera. Nada. Escucho el patio vacío, la luz del único foco que alumbra la superficie rectangular no proyecta sombra alguna. Nada se mueve por este espacio.

No escucho nada, apoyo sobre la puerta todo el lado derecho de mi cara. Oreja, cachete, sien, pelo y casi un ojo que le cede toda la atención al oído para que escuche. He apoyado las dos manos con todo y que, en la izquierda, entre el dedo pulgar y la palma tenga aún el clavo. Mi clavo. Todo el cuerpo escucha, desde los pies hasta la cabeza. En este momento mi vida depende de esto.

Mi oído recorre el espacio rectangular frente a mi puerta. La puerta que está en enfrente no se ha abierto o ha dado señal de luz o vida. Tampoco la de la esquina. Nadie ha bajado por la escalera que tengo a la derecha de mi puerta.

Quizá el único movimiento de los últimos minutos ha sido su salida. Quiero creer con todas mis fuerzas que ya se fue. Imagino que el sol está por salir, pero creo que apenas han pasado unos minutos, pero todo se ha vuelto lento, cada segundo se detiene en el aire y se aferra para no desaparecer, no entiendo cómo se estira el tiempo a tal grado que en estos pocos minutos ha surgido la vida, han caído imperios, todo ha existido y dejado de existir, todo cabe en este instante.

Escucho y mi respiración es lenta. Nada. El miedo empieza a ceder, aunque las lágrimas siguen rodando sin cesar, escucho y empiezo a relajar la fuerza con la que me apoyo en la puerta. Me alejo poco a poco hacia la cama sin hacer ruido. Me siento tranquila. Unos segundos después mis ojos empiezan a cerrarse. El cansancio alcanzó un espacio en este lugar lleno de miedo. Sentada duermo unos segundos, aunque en realidad pierdo la noción del tiempo.

Uno, dos, tres, cuatro. Despierto y la puerta está abierta, la luz muerta del foco entra haciendo un rectángulo luminoso en el suelo. Busco y no veo a nadie. Me quedo inmóvil sin animarme a salir corriendo, entonces, entonces lo veo, sin cuerpo, derritiéndose desde el quicio de la puerta. Me ve, sé que me ve, aunque no pueda. Me atraviesa con esa mirada imposible. 

Avanzo hacia él y lo atravieso como humo sin que lo sienta. No puedo parar de llorar y corro hacia la calle. Corro con todas mis fuerzas y la noche me absorbe. Corro y me voy convirtiendo en sombra, paso a paso, golpe a golpe voy desapareciendo en el vacío en la oscuridad. Uno, dos, tres…

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