■ Zona de Naufragios
Poca duda cabe que los actuales son tiempos convulsos. Inéditos para una gran mayoría, el México actual no tiene parangón en otro momento de su historia, ni reciente ni lejana. Cruzado en toda su geografía por fuerzas, pulsiones y tensiones que simultáneamente hacen de estos tiempos momentos sumamente dinámicos y excitantes y por otro lado, sumen en un estado de marasmo y depresión a todos los actores de esta obra entre farsa, tragedia y comedia de nosotros mismos.
¿Cómo si no explicarnos fenómenos como la existencia de una sociedad más despierta, más comprometida, que calla menos y actúa más, que pareciese estar dispuesta a cambiar tanto de lo torcido que como sociedad tenemos, y que sin embargo al mismo tiempo y como una constante hay individuos más inconscientes y egoístas, individualistas capaces de convertir el interés propio en interés supremo para conducirse como repúblicas autónomas, islotes de soberanía particular que arrollan, paradójicamente, los intereses colectivos?
¿Cómo explicarnos ese status quo que beneficia a pocos y agravia a muchos, esa administración de una inercia que sólo a ratos pareciese salirse de esa inane trayectoria para volver, claudicante, a los pantanos de la inmovilidad? ¿Qué hay en esa clase gobernante cuya mayoría impunemente medra, engaña y abusa? ¿Legisladores que legislan para sí mismos, sus intereses o aquellos del mejor postor? ¿Buscadores del voto que todo cambia para que todo siga igual? ¿De la abismal distancia que existe entre supuestos representantes y también supuestos representados?
¿Qué de los partidos políticos, cuya hoja de servicio es sólo superada por el descrédito en el que viven las policías de este país de quien poco hay que añadir a estas alturas para evidenciar su infamia? ¿Y qué de los criminales sin uniforme, que amén de lo suyo ejercen además funciones del Estado, llenando los vacíos de éste y sumiendo al país en una depresión infinita?
¿Cómo leer la inoperancia del Estado mexicano, que en franco arrebato compensatorio intenta tapar sus omisiones limitando las libertades civiles y vejando constantemente los derechos humanos? ¿Qué hay de los militares haciendo funciones de policías o de tribunales o de sicarios, según se vaya ofreciendo?
¿Por qué cuando a la alta dirigencia de este país se le cuestiona a raíz del descubrimiento de los tratos poco claros con empresarios se llama a sorpresa, en lo que a todas luces resulta un flagrante conflicto de interés y que ameritaría al menos una investigación seria e independiente al respecto?
Y aún más, pues si el ámbito público es fácilmente criticable, el ámbito privado no lo es menos, ¿qué hay de esa clase empresarial corrupta, que evade impuestos, que establece alianzas fuertemente cuestionables con la clase política, que impone su agenda privada sobre la agenda pública y el interés general, que hace hasta lo indecible para lucrar desmedida y hasta ilegalmente, todo bajo el pueril tanto discutible argumento de ser ellos quienes impulsan la economía como creadores de empleos?
No es siquiera la religión quien escape a predicamentos tan alejados de su razón de ser, pues ¿dónde queda la inquebrantable fe y los votos cuando los abusos de su élite son tan conspicuos, cuando desde el púlpito se condena lo que en la oscuridad se condona, cuando entre los vicarios de la divinidad campea abiertamente el demonio y sus oficios?
¿De qué nos habla ese abandono de la ética tanto pública como privada? ¿Cómo leer ese salvaje intercambio de fuerzas donde coexiste esa corrupción, la misma que iguala al corruptor y al corrompido, bajo un proverbial manto de impunidad? ¿Es acaso todo esto expresión y síntesis de lo más humano que el humano es, tiene y aspira a ser? ¿El determinismo del ser que a fuerza de cambiarlo todo, en todo cambia y por siempre se mantendrá incambiable?
Es en esa coyuntura entre la Historia y las millones de historias, en ese cruce de caminos que se sitúan los ejercicios de interpretación que forman la lectura de nuestro mundo y le confieren sentido a la existencia. Es esa misma interpretación de los pequeños hechos, de nuestra cotidianeidad, la que se torna un ejercicio de acción que al menos en principio y en teoría, constituye un camino hacia la gestión constructiva o correctiva de todo aquello que somos y no somos y que por virtud de esa naturaleza y ese ejercicio, podamos aspirar a erradicar todo aquello que como individuos y sociedad nos lastra. A eso aspira, al menos, esta columna. ■
Gracias a La Jornada por la confianza.