Pues sí, la economía sigue bien, pero ahora con toda evidencia sin crecer, o apenas haciéndolo, a un díscolo 0.1 por ciento. Los datos económicos no generan señales de aliento; de esas que inspiran algo de confianza y llevan a los inversionistas o capitanes de empresa, como solíamos llamarlos, a invertir en nuevas o conocidas actividades.
No podemos negarlo: el contexto es incierto, marcado por riesgos globales que dependen en buena medida de la espada arancelaria o la intemperancia imperial de Trump, pero también están con nosotros los viejos y arcanos desarreglos y déficits, que hacen vulnerable al conjunto económico y financiero doméstico, a lo que hay que agregar las cuotas extremas de violencia. Se trata de un síndrome que auspicia y se alimenta de brotes intensos y extensos de brutalidad criminal que atiza nuestros temores originales.
No se trata de montarnos una especie de lúgubre hit parade y armar subastas de las recientes proyecciones sobre el no crecimiento. Provienen del Inegi y del Banco de México y es de sus estimaciones y cálculos que se alimentan los consensos de los analistas del sector privado y el propio espectro empresarial, que no acierta a encontrar un discurso a sus angustias. Lo que no debería ser objeto de peloteo es el hecho, duro, pero ya una realidad vuelta tendencia, de que por más de 30 años la economía ha tenido un crecimiento social insatisfactorio que se expresa en los vastos panoramas de la ocupación informal y la persistencia de grandes contingentes de mexicanos sufriendo diferentes pobrezas.
Llevamos prácticamente un cuarto de siglo sin crecer el mínimo necesario para que la economía atienda carencias y necesidades de todo tipo; con retrasos y casi siempre insuficientes inversiones donde más se les requiere, así como con envejecimientos, esos sí sostenidos, de la planta productiva, con visibles deterioros de la tasa potencial de crecimiento. Así nos lo enseñan los expertos.
Dentro del espíritu público, que a pesar de todo nos inspira y hasta orienta, sigue fuera del radar la necesidad de crecer. Y sin ese aliento no puede imaginarse siquiera un retorno a la ruta del crecimiento. Menos podemos hablar con certeza de que el país está abriendo un nuevo rumbo de nuestro desarrollo. Recuperar un crecimiento sostenible y dinámico requiere, al decir del gran Jaime Ros, “el cumplimiento de dos condiciones. Primero, la recuperación de las políticas macroeconómicas (…) a través especialmente de la inversión pública en infraestructura y (…) segundo, la orientación de la política económica hacia el combate simultáneo del estancamiento y la desigualdad por medio de la prioridad a las inversiones en infraestructura en las regiones más rezagadas del país, (y) la realización de una reforma fiscal redistributiva que relaje las actuales restricciones fiscales y promueva el bienestar” (La economía mexicana desde la crisis de 2008-2009 y las lecciones de 2015).
Lo primero, entonces, es reconocer realmente dónde estamos, porque de otra manera lo mediocre empieza a ser la única medida de lo posible; la política económica puede –y debe– cambiar, porque México cuenta con recursos y, todavía, capacidades para enderezar el rumbo económico e ir cerrando nuestras históricas brechas sociales, pero antes debemos aceptar que tenemos un problema porque insistir en las mismas políticas no es la respuesta para obtener resultados diferentes.
Reconocer y corregir. Recuperar los principios constitucionales sobre la planeación democrática del desarrollo y dar a la programación del sector público un papel central en la definición de políticas y, sobre todo, a la comunicación entre el Estado y la sociedad. Para todo esto, y más, es preciso poner en el centro de nuestras reflexiones y debates a la inversión productiva y verla como el eje de una recuperación promisoria.
No se trata de un regreso a la prehistoria, por demás mítica. Tampoco de reditar discusiones ociosas sobre el espectro de estados obesos o, a cambio, raquíticos; se trata de redescubrir el papel del Estado después de tanto negarlo. Hacer del nuestro un verdadero estado de bienestar, resiliente y robusto, comprometido con la redistribución social y la rendición de cuentas. Un Estado, además, con capacidades para navegar por los mares procelosos de mercantilismos reciclados, que se quieren como políticas comerciales globales.
No está demás seguir insistiendo: requerimos consensuar un nuevo pacto social, un acuerdo que articule los intereses entre los diferentes agentes y actores. Crear o reordenar nuestro andamiaje institucional, decaído y anémico a fuerza de ya largos periodos de finanzas públicas mermadas y penurias financieras y mentales. Sin ilusiones, volver a creer y a vivir la aventura del desarrollo. Le hemos pegado a nuestras dotaciones y dispositivos heredados y es por eso que hay que convocar a una reconstrucción sensata que nos dure.