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miércoles, 24 abril, 2024
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Pacheco y los privilegios de Sísifo

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Por: SERGIO J. MONREAL •

La Gualdra 416 / Literatura

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Mi único tema es lo que ya no está. / Sólo parezco hablar de lo perdido. / Mi punzante estribillo es nunca más. / Y sin embargo amo este cambio perpetuo…[…][1]

 

Parece como si José Emilio Pacheco no se cansara nunca de reiterar que iremos y no volveremos, que estamos viviéndolo todo por última vez.

Sin embargo, él cultivo hasta el final de su vida el hábito de volver.

Es sabido que cada reedición de un libro suyo llevaba de por medio un trabajo de revisión y corrección que siempre reivindicó plenamente lícito, deseable, necesario. ¿No se trata de una curiosa paradoja? ¿No se trata de un guiño de complicidad hacia el lector, una sutil invitación a no tomarse ninguna cosa demasiado al pie de la letra, una sostenida capacidad para escabullirse lo mismo de las petrificaciones de ida que de las petrificaciones de vuelta?

Un poeta que casi desde el primer verso de su obra se empecina en delinear con acentos de verdad incontrovertible la fugacidad del instante, la irrecuperabilidad de la experiencia, la irreparable pérdida de lo vivido, se habitúa no obstante a contravenir sin aspavientos y en tono de tímida disculpa dicha disposición desde el espacio que le es más propio e íntimo: el de su propia escritura. Y vuelve a trabajar tanto sus materiales de juventud como sus materiales de madurez concediéndose toda suerte de enmiendas, ajustes, modificaciones, tachaduras y añadidos; siempre provisionales, siempre bajo aceptación de no ser los definitivos, sino apenas una estación más dentro de una serie de retornos potencialmente infinitos. “Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección”,[2] aseveraba hacia el año 2000 el pórtico de su poesía reunida, en una breve nota preliminar que la edición del 2009 terminaría omitiendo. Desde semejante perspectiva, la fórmula de la imposibilidad radical en que escribir se justifica, tendría que redactarse menos como un devastado “irás y no volverás” que como un azorado y medio sonriente “irás y no llegarás”.

El hábito de José Emilio de volver una y otra vez a los textos ya publicados para realizar correcciones, adquiere alcances y pertinencias más amplios. De entrada inhabilita una de las estrategias predilectas de cierta crítica literaria, acostumbrada a mirar las obras como refractarias a sí misma, y capacitada apenas para encontrar en cada nuevo libro cuanto remita a los parámetros de cualificación, cuantificación, calificación y clasificación que ella ha previamente establecido. La idea de evolución, así como el afán de explicar la escritura a través de la biografía del escritor con una lineal lógica de causa-efecto, constituyen dos de sus predilectos recursos: conjeturar desde doctas petrificaciones lo que el escritor habrá querido decir, para desembarazarse de la incómoda responsabilidad de dialogar con la obra, siempre en presente, dice.

Y no que resulte ilícito rastrear las peculiares, individualísimas instancias de maduración de cada travesía creadora como medular vía para desentrañarla. Ni que resulte minimizable o falta de pertinencia la relación entre lo que se escribió y lo que se vivió. Todo lo contrario. Lo que sucede es que, a poco que nos descuidemos, esas fecundas vías de diálogo pasan a erigirse tasadoras y jueces. Ya no camino o herramienta a través de los cuales podemos asomarnos a lo que el poeta mira y dice, sino marcos prefigurados a los que tanto la obra como la experiencia de vida y de lectura quedan circunscritas.

Frente al corpus de José Emilio Pacheco, acaso no resulte imposible emprender un convencional esfuerzo de rastreo y clasificación. Un exhaustivo seguimiento editorial, que se afane en datar y referir paso a paso no sólo las específicas mutaciones de cada texto, sino que además vaya remitiéndolas una a una, con perspectiva de totalidad, al conjunto de la obra, hasta aproximarse a ese término tan mitificado como a fin de cuentas improbable (y quién sabe hasta qué punto deseable): la “lectura definitiva”.

El problema es que, tratándose de Pacheco, la definitividad como imposible (la condena a la provisionalidad) no representa un mero motivo de devaneo retórico ni un mero pretexto para versificar sentencias ingeniosas, sino la condición fundamental misma de lo escrito y de quien lo escribe, así como una realidad compartida que se ilumina y ofrece para el lector en cómplice demanda. Difícil imaginarlo pues declarando que alguna versión de la realidad pudiera tomarse como definitiva; menos aún tratándose de una versión salida de su propia mano.

La primera versión que se publica no es a final de cuentas sino la última versión corregida hasta entonces. ¿Por qué el hecho de que los escritores hayan elegido de manera mayoritaria convertir ésa en su versión de abandono (“los textos no se terminan, se abandonan” rezan a dúo en una célebre sentencia Paul Valéry y Alfonso Reyes) ha de erigirse norma obligatoria, persecutoria herramienta de censor o rasero valorativo a partir del cual las excepciones pasan a tipificarse en automático como curiosidad, devaneo o extravagancia?

En el extremo opuesto tenemos una institucionalización a la vez divergente, convergente y paralela: la del resultado final, asociada a la idea de evolución y progreso. Según ella, cada nueva versión superará siempre a la anterior; porque ante el tiempo los autores grandes (y tal sería la definitoria tasa de su grandeza) sólo pueden avanzar, evolucionar, madurar, mejorar. De acuerdo con ella, cada libro corregido por Pacheco nos ofrecería sin disputas una depuración que supera a la previa, y poner en duda esa inercia ascendente significaría cuestionar su valía misma como escritor. La novedad como sinónimo de triunfo incuestionable, ante el cual los textos previos quedan reducidos al estatus de antecedentes con fecha de caducidad. La muerte de José Emilio, en tantos sentidos lamentable, nos dejaría siquiera el consuelo de poder identificar, sin enmiendas a futuro, cada última versión de cada texto como la definitiva y la mejor.

No parece sin embargo que esta última perspectiva, amparada en triunfadoras certidumbres de infalibilidad, resulte la más apropiada para aproximarse al trabajo de un autor tan sensible al deterioro y a la pérdida, tan ajeno y aun contrario a la idea de progreso, tan escéptico (desde su irredenta esperanza) cuando se trata de contrastar presente y pasado, tan consagrado a detallar la cuenta de los prodigios del ayer distorsionados y pervertidos por el ahora, tan manifiestamente pesimista a la hora de referirse al futuro.

Más allá de semejante dicotomía, la obra de Pacheco demanda del lector erudito una disposición tan dúctil y tan generosa como la que presidió su escritura: en medio del tumulto de versiones convertidas en originales por la publicación (pero que no lo son jamás en estrictos términos de escritura), de versiones infatigable y sucesivamente corregidas después de publicadas, y de versiones que sólo el deceso del escritor pudo fijar como finales, el estudioso ha de realizar su propia selección personal, eligiendo la primera versión de aquel poema, la quinta versión de este otro, la penúltima versión del cuento de más acá. Mientras al lado suyo, hombro con hombro, seguirá renovándose inagotablemente el devoto lector no erudito; ese que ingresa recién en la obra de José Emilio, o que sigue transitando gozosamente por ella luego de muchos años, despreocupado de cuál es la versión que acaba de llegar a sus manos, y a quien nadie tendrá derecho de venir a decirle que está leyendo la versión equivocada.

Y por supuesto, en medio de este móvil diálogo de fugacidades, tenemos al propio José Emilio, entreabriendo generosamente para nosotros su taller de escritor, permitiéndonos asomarnos —si así lo queremos— al rastro de sus elecciones, compartiéndolas o no, contrastándolas con las nuestras (las que hubiéramos hecho, las que nos hubiera gustado que hiciera, las que hubiéramos agradecido que se ahorrara). Pero sobre todo, remitiéndonos a esenciales potestades y complicidades, establecidas desde siempre entre todo aquel que escribe (corrija o no después de publicar) y todo aquel que lo lee: la eternidad irrepetible —la irrepetibilidad eterna— que es leer, que es mirar, que es vivir. Cada lectura, cada mirada, cada vivencia, es única, irrepetible, nueva. Y sin embargo se vale repetir, corregir, enmendar. Se vale volver. Otros siempre. Y sin embargo, siempre también los mismos.

 

 

 

 

Presencia

Por José Emilo Pacheco

[30 de junio de 1939-26 de enero de 2014]

 

¿Qué va a quedar de mí cuando me muera

sino esta llave ilesa de agonía,

estas pocas palabras con que el día

dejó cenizas de su sombra fiera?

 

¿Qué va a quedar de mí cuando me hiera

esa daga final? Acaso mía

será la noche fúnebre y vacía

que vuelva a ser de pronto primavera.

 

No quedará el trabajo, ni la pena

de creer y de amar. El tiempo abierto,

semejante a los mares y al desierto,

 

ha de borrar de la confusa arena

todo lo que me salva o encadena.

Más si alguien vive yo estaré despierto.

 

 

 

 

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_416

 

[1]Pacheco, José Emilio. Contraelegía. De Irás y no volverás. En Tarde o temprano [poemas 1958-2009]. Fondo de Cultura Económica. México, 2009. 4a edición.

[2]Pacheco, José Emilio.Tarde o temprano… 2000. 3era edición.

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