- Buenas tardes.
Dijo mientras atravesaba la sala de espera y nadie lo volteó a ver. Caminó perpendicularmente a la masa de sillas curvas de plástico azul, su novela bajo brazo, donde cuerpos sin vida se perdían en el vacío de la pantalla de sus celulares. Llegó al escritorio y una asistente uniformada de blanco levantó la cara a su llegada.
- Buenas tardes. Repitió.
- Buenas tardes- Respondió mecánicamente atenta y sin separar la vista de la pantalla de la computadora. – ¿Tiene cita?
- No, pero necesito ver un doctor.
- Igual que todos, pero sin cita, no podemos darle consulta. Puede sacarla por internet o puede ir al archivo.
- Es que usted no me entiende. ¡Necesito ver un doctor! – alzó la voz.
Todos los que ya estaban sentados esperando sacaron su mirada de sus redes sociales y de sus juegos de celular y buscaron a quien rompía el silencio mecánico en que estaban inmersos. Ella, un poco acostumbrada a tratar con pacientes alterados, también levantó la vista.
- Si es urgente, puede pasar a urgencias- dijo condescendiente.
- Si usted me da la consulta, puedo esperar, pero necesito ver al doctor.
- Entonces tendrá que esperar mucho, pues lo más que puedo hacer es ponerlo al final de las personas que sí tienen cita. Será casi al final del turno. Yo creo que debería ir a urgencias.
- Espero- dijo al tiempo que deslizó su carnet médico en el escritorio.
Ello lo vio sin bajar la mirada, lo tomó y escribió al final de la lista que se veía en la pantalla el nombre de Daniel Luna y estiró el brazo para devolver el documento.
Daniel se deslizó silenciosamente hasta una silla vacía en un rincón de la sala, se sentó colocando su libro bajo el muslo izquierdo. Ahí, el viento a través de una ventana abierta movía una persiana, la cual daba golpecitos en su cabeza y él, resignado, no se movía aceptado la rítmica llamada de atención.
Mientras la sensación de querer morir se asentaba en el estómago y veía sus manos lejanas reposadas en los muslos, Daniel trataba de respirar como le habían enseñado psicólogos, psiquiatras, curas, couches, pero las ganas de desaparecer no se iban.
Debajo de las manos, las piernas caían de manera prolongada hasta el piso y ahí, se doblaban, quizá por el golpe, para formar los pies enfundados en un par de zapatos de color café desgastado que extrañaba el brillo.
Tenía ganas de prender un cigarro, pero el anuncio blanquirojo que tenía enfrente, con su dibujo tachando un cigarrillo, lo detenía. Quien lo conocía, sabían que sería difícil esperar sin fumar. La punta de los dedos índice y medio de ambas manos, amarillos por la nicotina, eran la prueba.
Sacó de la chamarra una paleta de cereza, de esas tutsis con chicle en el centro, la sacó y con parsimonia la desenvolvió tratando de no romper el papel metálico. Concentrado tardó unos minutos en liberar el caramelo rojo de su prisión de colores brillantes.
Cuando terminó su laboriosa actividad, tenía un dulce rojo en una mano y en la otra un rectángulo muy arrugado. Metió en un movimiento la golosina a la boca y empezó a trabajar en el envoltorio derrotado. Se puso de pie y de una de sus bolsas del pantalón sacó una moneda, se sentó y entre el espacio que había entre sus piernas, colocó sobre el asiento el papel, lo estiró lo más que pudo y con la moneda empezó a raspar suavemente para desarrugarlo.
De pronto, lo único que existía en el mundo era una moneda que se arrastraba rítmicamente sobre un papel de aluminio con una cara impresa en azul y rojo y del otro nada, sólo el brillo mate del aluminio con sus arrugas aplanadas.
Este trabajo, sobre el acrílico de la silla hacía un ruido pequeño, como el quejido de piedras siendo labradas para convertirse en figuras de dioses que olvidaremos pronto.
Cuando tuvo un cuadro metálico unidimensional con sus arrugas aplastadas, lo tomó como se levanta un pajarito muerto y lo miró fijamente, lo dobló y alzó un poco el muslo para sacar su libro y de entre sus páginas fue sacando, una a una, hojitas iguales a la recién construida.
Una por una, las fue doblando y superponiendo. Otras las colocó una sobre otra y las enrolló para hace una especie de palito de metal y al final de una serie de ensambles todo se armonizó en una rosa. Un niño que se recargaba en el respaldo de la silla que David tenía enfrente, lo veía atentamente, asombrado no podía dejar de ver el origami robótico que para él era un gran descubrimiento.
Cuando terminó, vio con detenimiento la rosa. Pétalos, tallo, espinas, todo estaba en su lugar. La giró tomándola por la base, vio los detalles y una vez que estuvo complacido, levanto la vista y le sonrió al niño que lo veía asombrado.
Luego, con un movimiento rápido y violento de su mano derecha aplastó la flor, giró esa masa de papel metálico tratando de compactarla y regresarla a su condición de basura de la cual había rescatado con cuidado y amor, a cada hojita.
Cuando sintió que la flor de aluminio murió, la lanzó al suelo y vio como corría hasta depositarse debajo de una banca. El niño corrió tras ella y se lanzó al suelo para quedar a gatas y se deslizó hasta debajo de la banca y tomó de un solo movimiento la flor hecha bola. Salió y se puso de pie con la pequeña pelota de aluminio sabiendo que la magia del origami desapareció sin sentido.
David vio todo como quien ve llover.
Tomó su libro, lo abrió y continuó con la historia que venía masticando desde hace meses. Las hojas avanzaron, entendía cada palabra, cada frase, cada párrafo, pero, aunque avanzaba conscientemente, no le interesaba.
Poco a poco, quien estaba en la sala fue desapareciendo. Entraban y salían lentamente de los 15 consultorios. David, con la mirada en su novela, no dejaba de ver cómo se ponían de pie al oír su nombre, ordenaban sus chamarras, revisaban su carnet y verificaban que ellos eran quien aparecía escrito en el documento de instituto de salud. Veían su nombre escrito, volteaban a la puerta del consultorio, voleaban nuevamente al carnet, releían su nombre y avanzaban de forma dudosa hasta el lugar del médico. Entraban.
Salían acomodándose suéteres y chamarras y desaparecían leyendo las recetas, tratando de entender lo que les ordenaron que se tomaran para intercambiar un dolor por otros nuevos que aún no imaginaban.
Dejó el libro a un lado y tomó el celular. Jugó, leyó sus redes, vio videos, mandó mensajes de WhatsApp, hizo todo lo que sabía que podía hacer el aparato, pero el tiempo seguía avanzando pastosamente.
Los pacientes y sus acompañantes entraban y salían de la sala. Él no se movía de la misma silla, los caramelos en diversas formas y colores salían de sus bolsas y las envolturas eran alisadas y guardadas entre las hojas del libro.
El sol que entraba por la ventana fue desapareciendo, dando paso a una noche que se tornaba fría y que se dejaba sentir a través del movimiento oscilante de las persianas.
Esperaba, esperaba, pero su espera no esperaba nada, quizá que llegara la hora de pasar al consultorio y recibir las mismas preguntas y dar las mismas respuestas. Salir con la misma receta y quizá, el pase para el hospital.
Estaba ahí, pendiente de su turno, pero en realidad no esperaba, ocupaba un lugar en la sala, existía ahí como el mobiliario, como esa persiana que se negaba a dejarlo en paz. Sentía que se fundía con el espacio. El tiempo había desaparecido hacía mucho de su vida y se dejaba llevar por el vientecito de la rutina y la costumbre.
Era totalmente funcional, trabajo, tiempos, movilidad, trato con la gente, todo iba bien, nadie pesaba que él no estaba nunca, aunque su cuerpo dijera lo contrario. David era una especie de sombra sonriente.
Antes de las 8 de la noche, la asistente médica se levantó de su escritorio, abrió un cajón y sacó su bolso de mano, sacó su lápiz labial, después de enrojecer sus labios vistos desde el espejo de una polvera, volteó a ver a David sentado en un rincón de una sala de espera vacía.
- Sigue usted, ahora le llama el doctor.
Se echó la bolsa al hombro y salió de sala con un ruidoso taconeo, donde lo único que la acompaña es el eco. Se abrió la puerta del consultorio 5, se asomó incrédulo el hombre de bata blanca y al encontrar a David lo invitó a pasar.
- ¿Cómo está David?
- Mal. Respondió.
Tomó asiento, giro su silla hacia su computadora y empezó a golpear el teclado como sin sentido. No veía a David, pero le preguntó:
- ¿En qué te puedo servir?
Él volteaba hacia el lugar donde el médico estaba aporreando el teclado, pero su mirada lo atravesaba. No respondió.
- Perdón, David. No te escuché.
- No dije nada.
El médico volteó sorprendido. Giro la silla.
- ¿Por qué estás mal?
- Pasé una semana sin salir de mi cama, mi esposa se fue. Creía que estaba controlado.
- ¿Ella sabía que estaba enfermo?
- No. Me junté hace 3 meses.
- ¿Sigue tomando su medicamento?
- Si.
Giró su silla a su computadora y volvió a escribir rápida y violentamente. No dijo nada más. Tomó la hoja que había mandado a imprimir y regresó a ver a David.
Le explicó las dosis, los tiempos y los medicamentos descritos en la receta y le dio un pase para asistir a psiquiatría. David tomó la hoja, se despidió de mano del médico y salió del consultorio. Volvió a poner su libro bajo el brazo y se dirigió a la calle.
Cuando la noche le dio un golpe en la cara, empezó a caminar por una calle oscura donde empezó a preguntarse si había apagado la estufa antes de salir. Después de unas calles caminando automáticamente, de reojo vio una columna de humo saliendo en la misma dirección de su casa.
Salió corriendo.