Hay textos hoy en día que son completamente inútiles y extenuantes. Los autores o las autoras se esmeran y esfuerzan en proporcionar una información que se encuentra disponible en internet a tan solo unos cuantos segundos de distancia. La tecnología ha superado cierto tipo de textos y hay autores y autoras que se resisten a ello: están condenados a que nadie los lea, claro, a menos que, ingenuos como suelen ser, crean que van a encontrar en esos textos información que no está disponible en la red cuando en ocasiones se recurre al famoso copy, paste y creen que nos vamos a tragar el agrío cuento.
No es lo que quiero. Me aproximo a Silvia Pinal desde mi propia experiencia. Es lo que comparto. Ni siquiera me tomo la molestia de revisar su vastísima información que hay disponible en esa locura y manicomio que es internet. Tanto buena como mala, la información: entre los costales de notas biográficas hay uno que otro que comete tonterías o que tan solo leen lo que de Silvia Pinal dice Wikipedia, lo repiten como loros esquizoides.
Ni modo. Son los tiempos actuales: cualquier imbécil con dos dedos de frente se dice periodista o escritor y todos tienen una excelente historia que contar. No podemos contra ellos, pero sí podemos mantener distancia, aprender las lecciones tremendas de belleza artística de la Pinal y saber que el mundo que ahora nos toca vivir adquiere un sentido, porque en algún sitio hay que encontrarlo, donde el arte consigue apartarnos de una manada que se esfuerza en ser el orgullo de Darwin.
A cuadro: Silvia Pinal aparecía sentada en una silla que parecía el trono de Maximiliano o de Marco Aurelio. Claro que imponía la Pinal, luego de la entrada al programa, la sola presencia de ella, pero también lo hacía el trono en el que ella hacía de juez.
Lo mejor: muchos aprendimos de ese programa de televisión cómo las historias escritas se podían trasladar a un lenguaje de imágenes en movimiento, de diálogos, la mayoría cursis si se quiere, y de actores y actrices.
En ese programa televisivo Silvia Pinal era la juez que juzgaba la narrativa impactante de las historias que le llegaban de la manera tradicional: por correo, en un sobre blanco, a manos de una figura que quizás muchos ni siquiera reconozcan: el cartero, aquel hombre, aquella mujer, que iban de una dirección a otra repartiendo el correo, lo que otro tenía que decirte desde cualquier distancia.
Y antes de empezar el programa televisivo, la Pinal narraba muy puntual y breve la anécdota principal de lo que contenía el sobre blanco. Era la parte más emocionante del programa porque lo tenía entre sus manos, el secreto, la historia del día, lo que nos aguardaba en cuanto terminase su lenta exposición.
Yo crecí con la narrativa de los sobres blancos, esa melancólica añoranza de cuando recibías cartas dentro de un sobre y, lo más deleitable, escritas a mano.
La mayoría de los casos del programa eran acerca de violencia en contra de las mujeres. Silvia Pinal fue una de las primeras feministas de la televisión mexicana: en ese programa de capítulos infinitos le daba voz a lo que parecía una historia más de tantas que en esa época se contaban en la televisión, no en tu pantalla, no en tu Mac última generación, no en la estrechez visual de la pantalla de los smartphones, los cuales te ahorran el trabajo hasta de la idiotez porque cualquiera consigue serlo cuando tiene uno entre las manos, salir victorioso, son ese tipo de victorias actuales, se juntan con los smartphones entre las manos, en el más absoluto de los silencios, se dan unos cuantos minutos y consiguen competir por quién es el que más idiota se queda frente a una pantalla. Y siempre hay un ganador.
No me imagino a Silvia Pinal con un smartphone, leyendo en uno luego de advertir que le habían mandado un correo, un Messenger.
La ecuación es muy sencilla: en el programa televisivo se conseguía traducir el lenguaje de las cartas que con frecuencia enviaban las mismas mujeres que se sentían identificadas con la historia. Ignoro si las cartas realmente eran enviadas o si, por el contrario, todo era parte de la producción de un programa que también, hay que decirlo, revictimizaba a las víctimas a través de las historias de violencia en contra de las mujeres.
Yo no me lo perdía, el programa de televisión, y claro que no voy por la vida en mi gran pose de crítico de programas de televisión porque me queda clara mi ignorancia, pero yo sí aprendí varios mecanismos narrativos a partir de la sencilla anécdota que compartía desde el trono de Maximiliano Silvia Pinal. Eso es lo que destaco: existió una época donde la televisión arrojaba pistas de lo que es narrar, pistas de lo que son los personajes y su construcción, sus privilegios y sus riesgos, apegada, la construcción, a los principios aristotélicos de verosimilitud y desde la tridimensionalidad clásica en la construcción de personajes: se atiende a los aspectos psicológicos, a los aspectos sociales y, claro, a los aspectos naturales en las exigencias de esos mismos personajes acerca de los que Rulfo señalaba, de los personajes no del programa de Silvia Pinal, que una vez construido el personaje el narrador solo lo tiene que perseguir, ahí está la historia: si sigues a tu personaje todo marcha bien; si él va por la derecha y tú por la izquierda en algún momento ese personaje va a llegar a la orilla de un abismo, se va a despedir de ti de manita, salta, pum: se te fue una historia.
Aprendí a través de los programas de Silvia Pinal lo que eran los casos de la vida real. Repitan esto último en voz alta: “de la vida real”. No de las fantasías de los cuentos tradicionales. No de la ficción. Ese “de la vida real” daba la pauta al espectador y le indicaba que sí, que en esos momentos la televisión mexicana estaba llena de mucha ficción, pero que lo que estabas a punto de observar, ese entramado donde la mujer siempre perdía, era real, como la vida misma.
Y claro: Silvia Pinal y el programa dieron inicio a lo que serían programas con la misma temática, pero en formatos televisivos distintos. Supongo que la diversificación de formatos se debió a que ellos, los de los otros programas donde las mujeres eran los personajes principales, no contaban con una gigantesca Silvia Pinal que tomara el sobre entre sus esqueléticas manos, aunque en realidad en esos momentos aún no estaba tan vieja, y te asegurara que Mariana nos cuenta su historia y… aquí empezaba el viaje porque de las primeras palabras pasabas a la interpretación imaginativa y de ahí un enorme salto a lo que el programa televisivo aseguraba: casos de la vida real, de lo que ocurría de la puerta de tu casa hacia fuera, pero también del infierno que podía estar ocurriendo en esos momentos al interior de tu casa y que detectabas al finalizar el programa.
Agreguen lo que ustedes quieran: si eran moralistas, si eran tendenciosos, si se filtraba la culpa judeocristiana. Lo que ustedes gusten, pero revisen la época en que se transmitió el programa “Mujer, casos de la vida real”. No solo eso: una vez que vean lo lejano que se encuentra de los tiempos actuales, admiren cuántos programas hizo Silvia Pinal de “Mujer, casos de la vida real”. Obvio en esos momentos la palabrita “temporada” ni siquiera se empleaba, pero estoy seguro que el programa cumplió fácilmente más de diez temporadas al aire.
Ignoro la experiencia de los demás y no me importa en realidad. Hablo desde mi perspectiva. A Silvia Pinal se le reconoce su carrera artística destacada en una de las mejores épocas para el cine mexicano, cuando el cine mexicano aún contaba realmente historias, narraba historias, lo mismo que el programa televisivo de la Pinal era capaz de trasladar la narrativa a la imagen sin que el puente colapsara, y no era, desde luego, las anécdotas de tallercitos narrativos de la Condesa con las que se hace buena parte del cine actual.
Grande la Pinal por donde se le quiera ver. No solo hizo el primer feminismo de la televisión mexicana en ese programa televisivo, sino que previamente, ya instalada como excelente actriz en el cine, retó, sentenció, metió el codo y se atrevió en un mundo, como el de la época dorada del cine mexicano, donde los hombres creían dominar todo el panorama artístico y donde los hombres, los actores, decidían incluso a la actriz con la que querían actuar: la mujer actriz existía en función de las necesidades del actor o del director de la película.
Se va una de las grandes, sin duda. Lamento mucho su partida, aunque no dudo en afirmar que la época de la Pinal era mucho más sustanciosa, artísticamente hablando, que la época actual donde la masificación del arte se da en videos de milésimas de segundos que provocan la gracia en un mundo que poco a poco deja de tenerla. Supongo, me gusta verlo así, que el blanco y negro donde comenzó la Pinal, esos contrastes que constituían no solo un impedimento tecnológico para agregar color, sino una propuesta de otro tipo de belleza, una donde el espectador, los espectadores, no se atrevían a poner color a las películas porque no era necesario, para ellos la muestra de la belleza del cine de la época que vivió la Pinal estaba en otros sitios, no en los colores, y sí, tal vez, en esos mismos sobres blancos que no dejan de perseguirme desde que me enteré de su muerte, un caso más de la vida real.