La Gualdra 596 / Cine
A sus casi 81 años, Martin Scorsese no tiene nada que demostrar. Con una notable carrera de 26 largometrajes en un periodo que supera las cinco décadas, es el autor de algunas de las películas más importantes en la historia del cine. En el largo de su trabajo, tanto previo como reciente, ha mantenido su vigencia y ha resonado en públicos de distintas generaciones; razón por la que es considerado, por muchos, el mayor realizador de nuestros tiempos.
Resulta de lo más interesante notar que en sus últimos proyectos, el legendario cineasta ha decidido abordar algunas de sus temáticas más recurrentes, pero desde una óptica distinta a la acostumbrada; una que es mucho más meditativa y menos complaciente. Es bien sabido que Scorsese acostumbra esbozar retratos de hombres cuya vida es definida por actos de violencia, siendo estos mismos actos los que les permiten abrirse camino y encontrar su lugar en el mundo.
Si en etapas previas de su filmografía el director solía abordar la violencia desde el absurdo, de manera enérgica, en la actualidad la observa con profundo detenimiento, paciencia y sin ningún tipo de adorno. En ese sentido, Silence (2016) y The Irishman (2019), lejos de sólo ser representaciones de momentos dolorosos en la historia humana, son también sendas reflexiones sobre el sinsentido de la vida respecto a su relación con la muerte, así como evidencias de la corrupción moral que se encuentra inherente en cada persona.
Algo similar ocurre en la monumental Killers of the Flower Moon (2023), su obra más reciente. Basada en la novela homónima de David Grann, la cinta está ambientada durante los años 20 en Fairfax, Oklahoma, zona donde la comunidad nativa de los Osage fue la más beneficiada, al ser dueña de las tierras con el mayor número de pozos petrolíferos. En esta tierra de riqueza y prosperidad hace su aparición Ernest Burkhart (Leonardo Dicaprio), un veterano de la Primera Guerra que se suma a los negocios que administra su tío William “The King” Hale (Robert de Niro).
Al poco tiempo Ernest, por consejo de su tío, contraerá matrimonio con Mollie (Lily Gladstone), una nativa Osage, perteneciente a una de las familias más acaudaladas de la zona. Mientras tanto, en dicha región se desatará una serie de muertes dentro de la comunidad Osage; una matanza que irá creciendo de manera cada vez más gradual hasta volverse prácticamente genocidio.
En un largo de 3 horas y 26 minutos, Scorsese se detiene en una página oscura en la historia de Estados Unidos, no sólo para evidenciar a un país obsesionado con la riqueza y que ha hecho hasta lo impensable para obtenerla, también para analizar su propio objetivo como cineasta, cuyo propósito final, al parecer, es trasladar una realidad que el público jamás podrá experimentar dentro de una narrativa coherente y, sobre todo, empática.
De tal forma, lejos de ser una película sobre la lucha del bien y el mal, Killers of the Flower Moon simplemente decide mostrar sus imágenes como lo que en realidad son, es decir, como crímenes imperdonables sin ningún tipo de justificación, perpetrados por hombres de moralidad ambigua. En este acercamiento crudo y sin filtros hacia dichos eventos se asoma la denuncia y la dignificación, pero también las intenciones del realizador de seguir haciendo un cine cada vez más directo, sin resoluciones elaboradas y sin condescendencias.
Al despojar de glamur al género del western, piedra angular del cine norteamericano, Scorsese hace otro tanto con su propio cine. Como tal, el director se permite tomar cierta distancia y cuestiona cuáles son las verdaderas razones por las que las personas insistimos en retratar la violencia dentro de la ficción. Si es para denunciar, entretener, o para tratar de comprender alguna parte de nuestra naturaleza humana. En Killers of the Flower Moon, que no deja de percibirse como el cierre de una extraordinaria carrera, queda claro que para Martin Scorsese no es tan importante obtener una respuesta, como la búsqueda de la misma.