Estudios anteriores a la pandemia revelan un escenario muy violento contra las mujeres: casi el 50 por ciento de las mujeres han sufrido violencia por parte de su pareja; sin embargo, no todas denuncian, por el contrario, sólo 18 de 100 casadas lo hacen y poco más de 30 en proceso de separación lo realizó. El motivo de la no denuncia es por naturalización de la agresión (piensan que de alguna manera es ‘natural’ esa situación), por la situación conflictiva con los hijos, por miedo o la desconfianza en las autoridades.
Es tan grande el problema que los grupos feministas han hecho manifestaciones con una estridencia que pone de manifiesto que hay un problema no atendido por el Estado. Este último tiene la obligación de dirigir a la sociedad en la solución de estos problemas. Gestionar cambios desde el nivel cultural, como la formación de nuevas masculinidades; hasta operar un sistema de investigación efectivo que elimine la impunidad en el caso de feminicidio; y claro está: medidas de gestión de la justicia cotidiana de los daños, agresiones contra las mujeres. En este último caso, se han activado los llamados Centros de Justicia para las Mujeres.
Las capacidades para atender a mujeres agredidas, generar protección mientras se resuelve el caso penal, visitar los hogares e investigar la situación de las familias y construir medidas concretas de contención no ha sido realmente posible en la escala que se requiere. La efectividad de atención puede ser la diferencia entre la vida o la muerte de muchas mujeres. El trabajo multidisciplinario donde se necesita la participación de trabajadoras (es) sociales, psicólogos, abogados (as) y policías, no cuenta con los apoyos económicos, jurídicos e institucionales para hacer un trabajo efectivo.
El modelo teórico de esos centros no es malo, el problema está en la implementación de los mismos. Si fueran efectivos contribuirían mucho a reducir las tasas de violencias que pueden llegar a feminicidios, evitar la revictimización de las mujeres y proteger la salud mental de los niños y adolescentes. El derecho de los niños a vivir una vida sin violencia no puede hacerse efectivo si viven en familias en continua situación de agresión, maltrato, estrés, chantaje y roles impositivos, es imposible que puedan acceder al florecimiento humano.
En comunidades o colonias donde las mujeres no tienen ingreso económico propio aguantan una vida de humillación y golpes porque no ven cómo puedan salir de ahí. Debería haber información, talleres y programas de empleo para las mujeres violentadas. Pero el Estado es débil e inútil: no puede proteger a los vulnerables. Las evaluaciones que existen de esos centros muestran que los modelos pueden funcionar si hay recursos y determinación por parte de los gobernantes, y hasta la fecha no ha ocurrido. Es un pendiente ante lo cual las mujeres se desesperan y responden como responde toda persona llena de impotencia: destruyendo los símbolos de un Estado cómplice, que hace mucha retórica y poca acción efectiva.