El orden, aunque ilusorio, suele ser más tranquilizador que admitir el caos. Quizá por eso los seres humanos, a pesar de la desigualdad, y la realidad que nos da en la cara, tendemos a creer en el mito del mundo justo.
Es especialmente grato creerlo cuando estamos “arriba”, aunque sea sólo un poco, porque esto constituye un pretexto de autovalidación.
Y quizá lo único peor que trabajar mucho por una recompensa que no llega, es llegar y que los demás atribuyan eso a razones ajenas al esfuerzo.
Probablemente por eso, parte de los integrantes del poder judicial que se oponen a la reforma en la materia centran sus argumentos en la exaltación de sus méritos personales para ocupar sus espacios, más que en la utilidad pública del modelo actual, o la inutilidad del que se propone.
Cuando se trata de otros, estos argumentos no tuvieron el mismo peso, como ocurrió con los más de cuarenta mil trabajadores de Luz y Fuerza del Centro que de la noche a la mañana perdieron su empleo, o los docentes que repentinamente perdieron certeza laboral con la mal llamada reforma educativa, e incluso los policías que se convirtieron en permanentes sospechosos de desconfianza que tienen que desmentir continuamente a través de exámenes no exentos de polémica.
En todos estos ejemplos prevaleció en el debate el argumento del bien común, la necesidad de la evaluación continua en los dos últimos casos, y en el primero la de terminar con privilegios laborales que hoy palidecen en comparación con los que tienen los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Nada de esto rompió la ilusión del mundo justo como lo hizo el sorteo en el Senado para determinar las plazas que habrán de someterse primero a la elección popular, lo que reavivó la resistencia en el poder judicial que, pese a ello, parece en vías de extinción.
La suerte ya de por sí tiene sus detractores. Levantó ámpula desde hace años, cuando se estableció la tómbola en Morena para elegir candidaturas plurinominales una vez que se pasara el filtro de ser preseleccionados por una asamblea. Se creía entonces que llegarían los peores, y los hubo tanto como los hay ahora que morena ha abandonado lo que estableció en sus estatutos. Llegaron también muchos decentes, algunos de los cuales se corrompieron en el camino y otros tantos permanecieron en esa condición, como sucede en todos los partidos políticos.
Se usa la suerte también en otras decisiones relevantes, y es tan habitual, que se le ha puesto el rimbombante título de insaculación y se utiliza en cosas tan importantes como la elección de los funcionarios de casilla, piedra angular de la confianza en el sistema electoral actual de acuerdo a quienes hacen algunos meses nos decían que el INE no se toca.
Ha sido usado también usado para elegir a sus consejeros electorales y hasta lo utiliza el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación para determinar el turno de las impugnaciones.
Es también este método el que determina quiénes marchan en el servicio militar en México, y en Estados Unidos ha sido la manera en la que se determinó a quién enviarían a morir y /o matar en la guerra de Vietnam.
En nuestro vecino del norte es también el azar el que en primera instancia selecciona a los miembros de un jurado en los juicios americanos y es ese jurado, formado por ciudadanos comunes, el que decide la culpabilidad o inocencia de los acusados.
En ese estado de cosas no puede más que sorprender la sorpresa y la pretensión de ver esto como un acto de denigración o indignidad.
No hay mucha probabilidad de éxito en ese argumento, como tampoco lo hay en el sentido patrimonialista con el que se ha pretendido defender una expectativa laboral que, aunque humana, comprensible, e incluso, quizá justa, no puede estar por encima del bien común.
Es ese enfoque, basado en el “yo merezco” lo que condenó esa lucha a la indiferencia social porque Juan Pueblo no vio representados sus intereses ahí, y por el contrario, tiene una larga lista de agravios en el baúl de los recuerdos que terminó de llenarse con dos meses de paro todo pagado.