Los ataques estadunidenses del 22 de junio contra tres instalaciones nucleares iraníes fueron, en palabras de Donald Trump, un éxito militar espectacular que había destruido completa y totalmente sus objetivos. Por sí mismas, esas desmedidas calificaciones daban motivo para sospechar que los bombardeos aéreos fueron mucho menos demoledores, que los daños resultaron más superficiales de lo que el discurso triunfal aseguraba. Si bien el canciller de la república islámica reconoció que la destrucción fue extensa y grave (https://p.dw.com/p/4wQ62), evaluaciones de los servicios estadunidenses de espionaje concluyeron que la agresión sólo retrasó entre tres y seis meses el programa nuclear de Irán. En lugar de producir una victoria rápida, los ataques han complicado la tarea de rastrear el uranio y garantizar que Irán no construya un arma a partir de él (https://shorturl.at/nEUY7).
Era inevitable no evocar el desfile castrense con el que Trump se festejó ocho días antes en Washington: mediocre, falto de brío e incapaz de agitar el patrioterismo, pero carísimo y contraproducente, porque los reflectores mediáticos que debían iluminar a los contingentes de la marcha militar se desviaron a las multitudinarias protestas contra las pretensiones monárquicas del magnate: No kings.
Va un relato del episodio:
Abrumado por el proceso penal que se le sigue en Israel por corrupción y por el creciente asco mundial ante el genocidio que lleva a cabo en Gaza, Benjamin Netanyahu decidió atacar a Irán como forma de huida hacia adelante y con el manido pretexto de que Teherán estaba a semanas de fabricar su primera bomba atómica; un embuste que el gobernante israelí ha venido repitiendo periódicamente al menos desde hace 30 años y que empleó en 2018, durante la primera presidencia trumpiana, para destruir el Plan de Acción Integral Conjunto (https://shorturl.at/YKiUO) que garantizaba el carácter meramente civil y pacífico del programa nuclear iraní.
Pero, tras las primeras respuestas iraníes, el régimen de Tel Aviv cayó en la cuenta de que había subestimado por mucho la capacidad misilística del adversario y sobrevalorado su domo de hierro. Sin duda, el poderío bélico de Israel es, en términos de una guerra convencional, muy superior al de Irán. Pero lo que se desarrolló a continuación fue una suerte de guerra asimétrica en la que Teherán jugó con su capacidad de asimilar daños y pérdidas humanas y materiales –que por población y extensión es muchísimo más vasta que la del adversario– y puso al régimen sionista a invertir cientos o miles de millones de dólares en la intercepción de drones y misiles que cuestan decenas o cientos de miles de dólares. De esa forma, Netanyahu colocó a su país en un escenario bélico de desgaste en el que llevaba las de perder.
Fue esa circunstancia la que llevó a Trump a buscar una salida para su aliado en apuros. Tal vez pidió a los estrategas del Pentágono que le confeccionaran un plan de ataque a Irán lo suficientemente persuasivo y que, al mismo tiempo, no significara enganchar a Estados Unidos en un nuevo conflicto armado en Medio Oriente. Y le dieron lo que pedía: una demostración de fuerza estrictamente aérea que no causara a los iraníes un agravio irreparable. Y así le montaron esa coreografía de más de un centenar de aeronaves para aventar sobre tres centros nucleares unas bombas espectaculares por su capacidad de destrucción, pero incapaces, por sí mismas, de neutralizar los blancos elegidos. Inmediatamente después de la agresión, anunció un acuerdo de tregua inexistente entre Tel Aviv y Teherán, proclamó el inicio de una era de paz entre ambos pueblos y se felicitó a sí mismo por su altura como estratega: una rivalidad de décadas, resuelta con un solo bombardeo y un tuit. Netanyahu se parecerá a Hitler, pero Trump se asemeja más bien a Ubú, el tirano grotesco y cobarde imaginado por Alfred Jarry. Fin del relato.
Con el respecto debido al género del cómic, si alguien no tiene más referencias que historietas de Supermán y El Capitán América, es probable que sus aspiraciones épicas acaben siendo más bien patéticas. Así, el berrinche permanente y universal de la actual presidencia de Estados Unidos: cada demostración de fuerza resulta en una muestra de debilidad; cada intento por exhibir unidad y energía expone un equipo descuadernado en el que cada cual dice y hace lo que le da la gana; cada afán de construir un enemigo artificial acaba por evidenciar la sinrazón de la enemistad. Lo hemos visto con ese desordenado pero tenaz revolotear de halcones en contra de México y de los mexicanos, con las amenazas grandilocuentes sobre aranceles, con las humillaciones públicas de gobernantes aliados que desembocan en la reconciliación unilateral con el humillado.
Estados Unidos tiene un continuo de políticas planetarias de dominación y expoliación, pero éstas se encuentran, hoy por hoy, a cargo de un individuo que parece contemplar, con una angustia infinita expresada en hostilidad, el declive imparable de su sueño imperial.