La sangre de los 17 campesinos de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS) aún grita. Tres décadas después, la masacre de Aguas Blancas —perpetrada el 28 de junio de 1995 por policías judiciales y grupos paramilitares en Guerrero— sigue siendo una herida abierta en la conciencia nacional. Un crimen de Estado que, lejos de cerrarse con justicia, se ha convertido en símbolo de la impunidad que cobija a los poderosos.
Aquella mañana, los campesinos viajaban hacia una protesta pacífica en demanda de dos cosas elementales: la presentación con vida de su compañero Gilberto Romero Vázquez —secuestrado días antes— y condiciones dignas para los productores de café. No llegaron. En una emboscada premeditada, fueron obligados a bajar de sus camionetas, acribillados a quemarropa y luego escenificados como «agresores» con armas plantadas por sus propios verdugos. Catorce más sobrevivieron, marcados de por vida por los impactos de bala y el horror.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) dejó claro en su recomendación 104/95: hubo ejecuciones extrajudiciales, manipulación de evidencias y una cadena de mando responsable. Videos y testimonios desmintieron la versión oficial de un «enfrentamiento». Pero la justicia, como suele ocurrir en México, se detuvo en los eslabones más débiles.
El entonces gobernador Rubén Figueroa Alcocer —cómplice político de la matanza y amigo íntimo del presidente Ernesto Zedillo— renunció meses después, pero jamás pisó una celda. Zedillo, en cambio, no solo lo protegió: blindó toda investigación que pudiera alcanzar a los autores intelectuales. En 1998, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenó al Estado mexicano por la masacre, pero las resoluciones quedaron en papel mojado.
Treinta años después, los sobrevivientes y familiares —encabezados por la lideresa Norma Mesino Mesino— no claudican. La OCSS ha llevado el caso a tribunales internacionales, exigiendo el castigo a Figueroa, Zedillo y los mandos que ordenaron la emboscada. «No fue un error, fue una política de exterminio», insisten.
En Aguas Blancas no murieron guerrilleros: murieron hombres pobres que osaron organizarse. Su crimen fue creer en un país donde la tierra no solo alimentara a los caciques sino a quienes la trabajan. Hoy, sus nombres —como el de Benigno Guzmán Martínez, asesinado con un tiro en la nuca— se suman a la larga lista de víctimas cuya justicia aún no llega.