La Gualdra 580 / Río de palabras
Después de la primera sesión, nada volvió a ser igual. Déjà vues constantes, parálisis del sueño, desmayos y sueños vívidos. En la segunda sesión, la Concha Soto nos explicó que quienes estábamos ahí éramos canalizadores.
Como mencioné en mi primera crónica, los asistentes que acudimos con la doctora Soto teníamos algo en común: padecíamos algún tipo de “trastorno” depresivo mayor, de ansiedad o bipolaridad. Lo primero que tuvimos que procesar es que vivimos en una sociedad que nos patologiza. Una sociedad farmacológica. En realidad, nuestro cerebro “se inflamó” y creció un poco más por diversas razones, en su mayoría, desconocidas. Al tener un cerebro más grande, “sentimos más”; Concha nos enseñó que no sólo sentimos más: vemos más porque observamos y escuchamos con el cuerpo.
La civilización nos enseña a callar el cuerpo, ¿qué pasa si pones una tapa en un recipiente con agua hirviendo?: sucede “el trastorno” de no poder separar lo mental de lo físico, lo espiritual de lo terrenal.
Tercera sesión, estoy frente a una mujer: Nayeli. Ella tiene tres cartas de baraja en su mano derecha, no puedo ver su contenido. Cierro los ojos, mientras el ruido de la aguja contra un acetato sin contenido hace ese sonido tipo tiza. Inhalo. Primero veo unos flashes de luz blanca, y escucho agua, mucha agua. “Agua” le digo a Nayeli, ella voltea la primera carta que contiene tres líneas onduladas.
Cierro los ojos por segunda vez, todo es negro y huele a cera consumiéndose, veo puntos de luces, borrosos, se alejan, estoy volando sobre un círculo de velas… “rueda”. Nayeli me muestra la segunda carta con un círculo perfecto. Inhalo, pongo mis manos sobre los ojos, escucho que tocan un vidrio, y veo una ventana que da hacia ningún lugar. “Cuadrado”. Ella sonríe “tres de tres”.
Desde esa vez no he vuelto a las sesiones. Aquella noche, antes de dormir un intenso olor a sopa de fideo me despertó. El olor era tan fuerte que hastiaba. Revisé la cocina, el tazón de mi gato, nada que pudiera explicar ese extraño olor. Insomnio.
A la mañana siguiente desayuno, me siento ligera. Tuve un sueño vívido con mi abuela, quien me dio un abrazo. Se veía feliz. Salgo con prisa, voy tarde. Necesito llegar a la revista y redactar mi experiencia con las cartas. Bajo las escaleras de edificio. Abro la puerta, a unos metros veo el camión que me lleva a mi destino.
La parada vacía. Son los diez minutos mágicos, si salgo diez después, la gente ya está aglomerada en la parada y ya no alcanzo a subir. Mientras espero el semáforo, cincuenta segundos para que el muñeco en verde aparezca. Treinta, veinte, diez… ¡Ese olor otra vez!, volteo, quiero ver de dónde viene. Lo sigo, unos metros detrás de mí, hay una fonda de comida rápida. Una muchacha escribe en la pizarra hoy tenemos sopa fideo, albóndigas y flan de la casa”. Me aventuro a entrar al lugar, dudosa pues apenas las personas están trabajando, en lo suyo, cocinando y limpiando. Y en eso, un golpe seco, atroz, monumental, me congelo.
La gente de la fonda sale corriendo. Volteo. Silencio. El camión se ha estampado contra la parada, un tráiler lo empujó. Es un acordeón. Carambola monumental. Los ruidos de sirenas, gente gritando. Y el olor a sopa lo inunda todo.
@LaMayaFlores: Escritora, socióloga e investigadora.
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