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martes, 13 mayo, 2025
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El tío Blas

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Por: JUAN JOSÉ ROMERO •

Tuve referencia del tío Blas antes de conocerlo en persona. Supe de él por las historias que me contó la sobrina que se identifica con su forma de ser, es decir, mi mujer, Malinka. Forjado bajo el único molde de hacer política en México en prácticamente toda la segunda mitad del siglo pasado, asumió una militancia ejemplar en el otrora partido omnipresente, el PRI, lo cual es respetable cuando se tiene en cuenta la convicción que alcanzó a ejercer como una religión, trastocando los confines de su privacidad: uno de sus grandes sueños consistió en el compadrazgo con Fidel Velázquez, el mandamás aquél de la CTM, tanto así que tuvo la paciencia de aguardar lo necesario para que la agenda del afamado líder le permitiera una visita a Sombrerete y hacerlo testigo de honor en el bautizo de dos de sus vástagos. Mejor prueba a su estoicismo tricolor serían los años que hicieron mella en sus hijos: ante la expectativa de la confirmación de don Fidel, dejaron de ser niños de pecho y tuvieron una edad más acorde a la primera comunión que a la pila bautismal. Como medida desesperada, la madre decidió, a escondidas del tío, efectuar la ceremonia de rigor y finiquitar a medias el asunto. Porque se trata de un propósito truncado para la carrera política de Blas que, hasta hoy, finge no saber el nombre de ambos, confundiéndose con el apodo que llevaron durante la espera por el padrino que nunca llegó.

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Trunca también quedaría su aspiración a la presidencia del municipio. Fue un anhelo que se renovaba cada tres años con insospechados bríos. Cuando los vientos electorales surcaban aquel pueblo minero, cargando consigo el resuello de la expectativa por saber quién sería el candidato en turno, el tío diseñaba disparatadas variantes que le permitieran financiar su virtual campaña, posibilidades que eran meras especulaciones del momento. Pese a su añoranza por ser el elegido —quizá aquello se apegaba a un sentimiento de familia relacionado con su señor padre, don Florentino Contreras, que alguna vez ocupó dicho puesto—, la idiosincrasia de Blas sería su principal impedimento: más práctico que político, carece de la elemental subordinación que es tan necesaria en cualquier institución ideológica —obediencia a ciegas, no cuestionar las decisiones, quedarse calladito sin blasfemar—. En cierta ocasión, cuando lideraba un conglomerado de ejidatarios que exigía una audiencia privada con el gobernador, recibió una finura del secretario particular. En la antesala, éste reacomodaba, segundo a segundo, el orden de las entrevistas, pretextando que el ajuste no dependía de él. Cansado por la demora, Blas pidió que le resolvieran definitivamente a qué hora iba a ser atendido. Con delicada y aflautada voz, despótico, el secretario arguyó su intención de no dejarle ver al mandatario, increpándolo con una grosería frente a medio centenar de almas: “Ingeniero, es que dicen que usted es muy transa”. Blas chistó en un santiamén: “¿Ah, sí? Pues dicen que usted es puto y eso qué”. Los dimes y diretes amenazaron con incomodar al procurador para que comprobara quién tenía la razón en las acusaciones infligidas por ambas partes.

Como ingeniero textil, el tío montó un negocio propio: una fábrica de telas y uniformes deportivos. Entre sus aficiones se halla el trapicheo a una escala regional, donde están implicados los estados colindantes a Zacatecas. Profesando el trabajo como una de sus grandes virtudes, su cualidad de marchante responde a un alto dinamismo en carretera, sin complicación alguna que le impidiera hacer trayectos, en promedio, de trescientos kilómetros al término de una jornada laboral. De esta manera, es normal que en un solo día se encuentre en Aguascalientes o León por la mañana, transite por la tarde en Zacatecas y al venirse la noche arribe a Sombrerete, para volver al alba siguiente rumbo a Durango o Guadalajara. Entonces, no extrañaba que terminara en casa de los padres de Malinka, presto a zarpar a cualquier punto de la República o, en su defecto, tomarse un respiro tras varias horas de camino. De tal suerte, antes de marchar a una de sus innúmeras andanzas, a la Ciudad de México creo recordar, pasó a comer. Al recibirlo, el padre de Malinka se percató del Renault en el que viajaba, un vehículo reciente, adquirido en agencia. La charla se prolongó después de la merienda, tanto que se le recomendó postergar su salida hasta el amanecer. Fiel a su apellido, Contreras, no quiso modificar su itinerario y partió cuando había oscurecido. Su regreso no tardó ni veinticuatro horas: sin previo aviso, allí estaba el tío Blas, recargado en el marco de la puerta, con un costal pequeño a su lado. Le convidaron a cenar y él aceptó con la fruición que le caracteriza —esa disponibilidad a convivir sin depender del estado anímico de los demás—. En un intervalo, el padre de Malinka salió a la tienda por cigarrillos y a la vuelta preguntó por el coche. Le extrañó no verlo en la calle. Blas señaló el costalito que reposaba en una esquina del comedor: “ahí está”. Dentro había un volante, un carburador y otro par de piezas que parecían haber pertenecido, en un ayer antediluviano, a un motor. “En la madrugada, cruzando Querétaro, me volqué. Eso fue lo que quedó del automóvil”. Y se mantuvo inmutable, concentrado en merendar y continuar con la conversión que precedía al tema del ya inexistente Renault. ■

 

[email protected]

uve referencia del tío Blas antes de conocerlo en persona. Supe de él por las historias que me contó la sobrina que se identifica con su forma de ser, es decir, mi mujer, Malinka. Forjado bajo el único molde de hacer política en México en prácticamente toda la segunda mitad del siglo pasado, asumió una militancia ejemplar en el otrora partido omnipresente, el PRI, lo cual es respetable cuando se tiene en cuenta la convicción que alcanzó a ejercer como una religión, trastocando los confines de su privacidad: uno de sus grandes sueños consistió en el compadrazgo con Fidel Velázquez, el mandamás aquél de la CTM, tanto así que tuvo la paciencia de aguardar lo necesario para que la agenda del afamado líder le permitiera una visita a Sombrerete y hacerlo testigo de honor en el bautizo de dos de sus vástagos. Mejor prueba a su estoicismo tricolor serían los años que hicieron mella en sus hijos: ante la expectativa de la confirmación de don Fidel, dejaron de ser niños de pecho y tuvieron una edad más acorde a la primera comunión que a la pila bautismal. Como medida desesperada, la madre decidió, a escondidas del tío, efectuar la ceremonia de rigor y finiquitar a medias el asunto. Porque se trata de un propósito truncado para la carrera política de Blas que, hasta hoy, finge no saber el nombre de ambos, confundiéndose con el apodo que llevaron durante la espera por el padrino que nunca llegó.

Trunca también quedaría su aspiración a la presidencia del municipio. Fue un anhelo que se renovaba cada tres años con insospechados bríos. Cuando los vientos electorales surcaban aquel pueblo minero, cargando consigo el resuello de la expectativa por saber quién sería el candidato en turno, el tío diseñaba disparatadas variantes que le permitieran financiar su virtual campaña, posibilidades que eran meras especulaciones del momento. Pese a su añoranza por ser el elegido —quizá aquello se apegaba a un sentimiento de familia relacionado con su señor padre, don Florentino Contreras, que alguna vez ocupó dicho puesto—, la idiosincrasia de Blas sería su principal impedimento: más práctico que político, carece de la elemental subordinación que es tan necesaria en cualquier institución ideológica —obediencia a ciegas, no cuestionar las decisiones, quedarse calladito sin blasfemar—. En cierta ocasión, cuando lideraba un conglomerado de ejidatarios que exigía una audiencia privada con el gobernador, recibió una finura del secretario particular. En la antesala, éste reacomodaba, segundo a segundo, el orden de las entrevistas, pretextando que el ajuste no dependía de él. Cansado por la demora, Blas pidió que le resolvieran definitivamente a qué hora iba a ser atendido. Con delicada y aflautada voz, despótico, el secretario arguyó su intención de no dejarle ver al mandatario, increpándolo con una grosería frente a medio centenar de almas: “Ingeniero, es que dicen que usted es muy transa”. Blas chistó en un santiamén: “¿Ah, sí? Pues dicen que usted es puto y eso qué”. Los dimes y diretes amenazaron con incomodar al procurador para que comprobara quién tenía la razón en las acusaciones infligidas por ambas partes.

Como ingeniero textil, el tío montó un negocio propio: una fábrica de telas y uniformes deportivos. Entre sus aficiones se halla el trapicheo a una escala regional, donde están implicados los estados colindantes a Zacatecas. Profesando el trabajo como una de sus grandes virtudes, su cualidad de marchante responde a un alto dinamismo en carretera, sin complicación alguna que le impidiera hacer trayectos, en promedio, de trescientos kilómetros al término de una jornada laboral. De esta manera, es normal que en un solo día se encuentre en Aguascalientes o León por la mañana, transite por la tarde en Zacatecas y al venirse la noche arribe a Sombrerete, para volver al alba siguiente rumbo a Durango o Guadalajara. Entonces, no extrañaba que terminara en casa de los padres de Malinka, presto a zarpar a cualquier punto de la República o, en su defecto, tomarse un respiro tras varias horas de camino. De tal suerte, antes de marchar a una de sus innúmeras andanzas, a la Ciudad de México creo recordar, pasó a comer. Al recibirlo, el padre de Malinka se percató del Renault en el que viajaba, un vehículo reciente, adquirido en agencia. La charla se prolongó después de la merienda, tanto que se le recomendó postergar su salida hasta el amanecer. Fiel a su apellido, Contreras, no quiso modificar su itinerario y partió cuando había oscurecido. Su regreso no tardó ni veinticuatro horas: sin previo aviso, allí estaba el tío Blas, recargado en el marco de la puerta, con un costal pequeño a su lado. Le convidaron a cenar y él aceptó con la fruición que le caracteriza —esa disponibilidad a convivir sin depender del estado anímico de los demás—. En un intervalo, el padre de Malinka salió a la tienda por cigarrillos y a la vuelta preguntó por el coche. Le extrañó no verlo en la calle. Blas señaló el costalito que reposaba en una esquina del comedor: “ahí está”. Dentro había un volante, un carburador y otro par de piezas que parecían haber pertenecido, en un ayer antediluviano, a un motor. “En la madrugada, cruzando Querétaro, me volqué. Eso fue lo que quedó del automóvil”. Y se mantuvo inmutable, concentrado en merendar y continuar con la conversión que precedía al tema del ya inexistente Renault. ■

 

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