Decir que en México hay más de 115.000 personas desaparecidas se volvió algo normal, que indigna momentáneamente, especialmente en redes sociales, pero moviliza poco. Decir que hace diez años faltan 43 normalistas que fueron desaparecidos por una red de complicidades entre grupos criminales, autoridades locales, estatales, federales y militares, también es parte de un relato normalizado, el cual nos recuerda a diario hasta dónde podemos aspirar a la verdad y la justicia. Decir que en Zacatecas hay más de 3.800 personas desaparecidas tampoco es algo nuevo, incluso sabemos que es uno de los estados con la tasa de desaparición por cien mil habitantes más alta de México y no pasa mucho. Las autoridades de Zacatecas quieren convencernos de que la desaparición hace parte de eso que llaman “herencia maldita”, el problema es que casi la mitad de las desapariciones históricas en el estado se han presentado en los tres primeros años del actual gobierno. Y aunque decir esto parece redundar en la afirmación de una tragedia que sabemos que existe y poco nos interpela, es cierto que el nombrar, denunciar y enunciar son de las pocas herramientas que aún tenemos frente a la barbarie que vivimos.
La amnesia y la normalización son triunfos de los victimarios desaparecedores, que se regocijan en medio de la impunidad y la certeza de que sus delitos son “crímenes autorizados” (como dice Marcela Turati) o “crímenes perfectos” (como dice la ONU). Sin embargo, la acción de las madres y las familias buscadoras se resiste al olvido: disputan y reclaman desde sus emociones, dolores y frustraciones. A esto es lo que la antropóloga María Victoria Uribe llama el doble espejo de la desaparición. De un lado del espejo se encuentra la persona desaparecida con una condición que es imposible imaginar, junto con los perpetradores, quienes se esfuerzan por no dejar rastro ni huellas de sus acciones. Borrar la existencia. Del otro lado del espejo se encuentran las familias y allegados quienes sufren la tortura de la incertidumbre, sin poder tener duelos, algunas resisten en silencio otras denuncian públicamente (Cuerpos sin nombre, nombres sin cuerpo, 2023, pp. 73–74).
En el doble espejo la desaparición se presenta como un espacio “intersticial” en el que el eventual asesinato o muerte nunca es certificada y se producen negaciones institucionales acerca de lo ocurrido, falta de verdad e impunidad. Esto nos obliga a ir más allá de las definiciones jurídicas, entendiendo que la desaparición se trata de una tecnología racional que se orienta a borrar todos los rastros de una acción innombrable. Por ello, cuando la violencia desaparecedora es denunciada públicamente se quiebra uno de sus principales objetivos, de allí la importancia y rebeldía de las víctimas movilizadas. La restitución de las vidas de las personas desaparecidas a partir del testimonio y la voz de las familias es una forma de reivindicar a las víctimas, al mismo tiempo que nos confronta como sociedad para hacernos entender que estos crímenes hacen parte de acumulados de violencias que nos tocan a todos y todas.
Y a pesar de que las familias de las víctimas hacen un esfuerzo extraordinario por iluminar el reflejo de ese doble espejo, lo que nos encontramos de manera alarmante por parte de las autoridades es una especie de alineamiento con el lado que busca la opacidad y el borramiento. Una de las preguntas que se hacen quienes buscan a sus seres queridas es ¿Por qué los desaparecen? Ante este estridente cuestionamiento, por lo general las autoridades argumentan que las desapariciones están asociadas a contextos de consumo de drogas, participación en hechos delictivos o reclutamiento forzado. Especialmente este último punto me inquieta porque lo hemos escuchado cada vez más por parte de autoridades de Zacatecas, Sonora, Sinaloa, Jalisco y el mismo gobierno federal. Parecen más posiciones justificadoras que análisis con evidencia desde los cuales se construyen soluciones.
Las autoridades no sólo fracasan al proteger los derechos a la vida, la libre circulación, tránsito, identidad, entre otros, de miles de sus ciudadanos, sino que también fracasan al supuestamente no poder controlar agrupaciones armadas con capacidad de forzar a las personas a enfilarse en una guerra que no eligieron. Una guerra que tiene poco de lucha contra las drogas, y tiene mucho de disputas por el control de territorios, rentas y economías legales e ilegales. Estas narrativas y discursos criminalizan a las víctimas y buscan desmovilizar, romper con la empatía social que se pueda generar frente a una crisis humanitaria de las magnitudes que enfrentamos. Hasta que no se desmantelen las políticas nacionales e internacionales que generan e incentivan economías reguladas por el capital, la violencia y el perfilamiento poblacional, los círculos del desastre se repetirán.
Como dice Federico Mastrogiovanni en su libro Ayotzinapa y nuestras sombras, «el performance más extremo, el más inquietante, el más devastador, es la desaparición forzada, en cuanto elimina de la escena a los sujetos, sin dar explicaciones, sin producir seguridad, sino al contrario, generando una incertidumbre sin fin, un duelo sin fin, un terror sin fin”. La desaparición sistemática y generalizada es una violación de los derechos humanos donde el Estado, y por ende los gobiernos, tienen grades responsabilidades, y éstas sólo empezarán a ser atendidas de manera real cuando nos respondan ¿Qué están haciendo para romper con la impunidad autorizada?
En México faltan 43 normalistas que fueron desaparecidos en un contexto histórico de violencia política y persecución a la movilización popular, y a pesar de ser el caso más vigilado a nivel internacional aún no hay verdad ni justicia. En Zacatecas faltan más de 3.800 personas, y a pesar de que como nunca existen instituciones para atender dicho crimen, la desaparición crece día con día. En México faltan más de 115.000 personas, y a pesar de que se prometió justicia y una transformación profunda, estas ausencias nos dicen a diario que en esta “democracia” han desaparecido más personas que en todas las dictaduras del cono sur juntas.
Ante lo brutal de esta realidad, el doble espejo de la desaparición nos recuerda que siempre hay un lado donde prima la esperanza, la fe y la apuesta por quebrar los circuitos desaparecedores. Faltan 43 y Miles Más. Sus familias los recuerdan y buscan, no seamos indiferentes ante tal reflejo del valor y la dignidad. Digámoslo, enunciémoslo y denunciémoslo junto a ellas.