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domingo, 28 abril, 2024
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■ Recuerdos de lo que parece sucedió hace poco // Y llegó la Semana Santa // Todo era lúgubre y silencioso // Se respetaba completa la Cuaresma

Nosotros ya no somos los mismos

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Por: ORTÍZ TEJEDA •

Tal vez porque de cuando en cuando me aletean algunos de los fervores que dominaron mi infancia, y que en temporadas o circunstancias especiales regurgitan o, más bien rumian (rumiar: regurgitación sin causa física, sino por razones mentales o sicológicas), la Cuaresma y sobre todo la Semana Santa las vivo tanto en estado onírico como en situación de vigilia, conjugando mis pensamientos en el pasado pluscuamperfecto.

La Cuaresma en mi infancia y en mi pueblo eran una negra etapa de abstinencia, dolencia, tristeza, silencio, oscuridad, miedo y remordimiento. Hasta los niños más pequeños o los adultos mayores que en esos tiempos difícilmente rebasaban los 60 (aunque había numerosos especímenes que se acercaban al glorioso centenario), vivían por igual las limitaciones gastronómicas exigidas por el deber de la austeridad religiosa que se imponía en esa negra temporada. Claro que a cambio había la recompensa de la capirotada, ese dulce hecho a base de los trozos del pan que cada comensal deja en la mesa sin terminar y que al finalizar la comida, se juntan en un morralito para que no se desperdicie y se pueda utilizar en otros guisos (igual sucede con los restos de las tortillas de maíz: todos los trozos que se quedaron al lado del plato se guardan y esa noche, o la mañana del día siguiente, se convierten en inmejorables insumos para unos deliciosos y crujientes chilaquiles que, cuando son blanditos se llaman migas). Pero dejemos la cocina y el fogón y recorramos la casa que, si ya de suyo era oscura, por sus altísimos techos y su falta de suficientes ventanas, en Semana Santa era verdaderamente lúgubre, sombría. Con excepción del patio, a reventar de flores de todos los colores, formas y perfumes, de plantas de nombres extranjeros (por ejemplo tlaxcaltecas), especias y hierbas de aromas y sabores inusitados. También del corral, que era el condominio de gallinas, gallos, pollitos y también de algún cerdito, cabrito y no sé de cuántos otros vecinos que, cuando era necesario sacrificar, provocaban un duelo colectivo. El interior de la casa, al contrario, era una catacumba: los instrumentos musicales permanecían arrumbados en sus estuches o fundas en algún rincón. La televisión no se apagaba nunca, tal vez porque no existía, y el radio, de galena (luego explicaré lo que esto significa), se convertía en una provocación diabólica de la que había que apartarse. En estos 40 días estaba prohibido reír, cantar, silbar, tararear o reírse con estrépito. El reino del oscurantismo estaba en su apogeo. Por más pesimistas que seamos, debemos reconocer que en estos años, la Sagrada Inquisición ha perdido algunas batallas. Tanto que la cita sale espontánea: Nos vemos en Acapulco redivivo (o en las albercas de la ciudad), para festejar la Semana Mayor que, aunque me duela contradecir al maestro Manzanero, ni siquiera ésta tiene más de siete días.

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Pues todo extenso prólogo para relatar algo que precisamente en esta semana, me ocurrió hace muchísimos años, pero que, para mí, fue definitivo en la larga vida que he tenido. Quiero contarlo no sólo como una anécdota personal, sino como un ejemplo de lo que podemos hacer hoy, para que mañana sea mejor. Continuaremos. Recuérdenme, por favor, contar algunas vivencias que compartí con Griselda Álvarez, Nancy Cárdenas y Jaime Sabines. Por mal redactadas que estén valen la pena.

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