La experiencia es colectiva precisamente porque la viven compartidamente un conjunto de actores que, a pesar de apropiarla subjetivamente y tener un significado particular dentro de sus biografías personales, pueden resignificar esos sucesos o eventos cotidianos y extracotidianos como colectivos, y recordarlos en el porvenir como nuestros y no simplemente como míos.
La experiencia grupal como trama vivencial, inscribe huellas que van forjando modos de relación con el tiempo, que no serán una representación lineal de lo acontecido, sino una memoria que late, que pulsa orientando y ordenando las formas del deseo, fuerza de enlace con el mundo y con los otros, en los avatares de la vinculación y el repliegue. La memoria tiene que entenderse como colectiva (como bien lo estableció M. Halbwachs décadas atrás) porque no hay recuerdo sin los grupos que transitamos, sin los marcos referenciales que le dan sentido a una historia singular. Y desde Freud, reconocemos que somos una sedimentación de los vínculos significativos, una trama compleja de grupalidades que habitamos y que nos habitan, siempre en un sentido dinámico de transcripción y no como representaciones lineales de situaciones reales. Y en la medida en que formación es inscripción, es producción de subjetividad que abre nuestras potencialidades de estar y de proyectarnos en el mundo, la formación es simultáneamente un conjunto de procesos que pone en juego calidades y “modos de historización” (Galende), es decir modalidades de conciencia de pertenecer a un devenir de la humanidad, sentido de los otros que implica una ética que compromete más allá de la esfera de relaciones vivida como propia, en síntesis, calidades del vínculo social.
En una experiencia de grupo (que naturalmente implica trascender la ocasión de simples agrupamientos) la formación puede mirarse desde una perspectiva dramática, es decir desde la escenificación de situaciones y obstáculos que son paradigmáticos de los procesos de cambio, fundamentales de elaborar en el grupo para que la formación se revista de esa comprensión de la trama social que se juega en toda situación concreta y de los mecanismos que se generan desde el poder y desde lo inconsciente. Sólo así nos podremos introducir en la generación incesante de divergencias, contradicciones, paradojas, ilusiones, pero también potencia, fuerza, iluminación. Desde esta mirada del drama cotidiano, las situaciones ordinarias pueden convertirse en extraordinarias, si logramos captar las batallas que se dirimen entre repetición y cambio, historización o narcisismo. Es el horizonte común, la pertenencia a una colectividad, el que le da sentido a las acciones aisladas.
Decíamos que un proceso realizado de formación potencia y amplia las capacidades de autonomía. La posibilidad de trascender las formas estereotipadas de pensar y actuar, de generar visibilidad sobre las formas de regulación social que involucra normas, prescripciones, valores, lugares, legitimaciones, jerarquías, exclusiones, etc., así como de remontar los mecanismos de naturalización, las disociaciones y demás obstáculos del proceso de aprendizaje grupal, supone una tarea de enrarecimiento de lo conocido, de los marcos de seguridad y una creación de sentido. Esta no es una tarea que se hace en aislamiento, es una tarea que compromete la idea de sujetos colectivos. Por ello, la autonomía, que apunta a la anticipación y prefiguración de un futuro que transforme las múltiples sujeciones y laberintos de sometimientos hacia nuevos pactos de colectividad, tiene como horizonte la dimensión del proyecto. Entendamos que no hay proyecto individual (que requeriría suponer al individuo como una esfera aislada); todo proyecto es estrictamente colectivo. La autonomía no podría ser un asunto individual, compromete a lo colectivo y a las grupalidades; por ello es creación, transformación, historicidad, como “destino del vínculo entre sujetos”, del vínculo grupal y más allá. Compromete el futuro, aunque es un movimiento que se actualiza y se realiza en el momento presente, así como el presente reinventa permanentemente la memoria colectiva.
Por ello es fundamental que entendamos que lo colectivo no puede ser trasgredido por lo individual, menos en fenómenos políticos-sociales donde el colectivo tienen conciencia, cuando el oportunismo quiere entrar es rechazado y el individuo nunca va a prevalecer, actos como el de Carlos Peña en la manifestación de los maestros es una clara prueba, el mismo resultado debe tener el oportunismo de Ulises Mejía o de José Narro o de cualquier otro actor individual quiera perturbar la experiencia colectiva.
Recordemos el movimiento de regeneración nacional, cuando los intereses personales de Vicente Fox o de Felipe Calderón quisieron perturbar al colectivo, esté se fortaleció y rechazo con mayor fuerza lo que representaban los conservadores.