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sábado, 17 mayo, 2025
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La vuelta a la aldea

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Por: CARLOS ALBERTO ARELLANO-ESPARZA • admin-zenda • Admin •

■ Zona de Naufragios

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Hace no muchos años el mundo (al menos lo que se conoce como ‘Occidente’) festejaba el escape de las ataduras nacionalistas. Las divisiones ideológicas, literales y simbólicas, cedían ante el peso de la historia. Las fronteras se diluían o se iban suavizando y con la tecnología mediante, las distancias se estrechaban. El concepto de estado-nación quedaba corto y los proyectos regionales (la Eurozona, América del Norte, Mercosur y los diferentes proyectos asiáticos de integración), cuando no francamente globales, auspiciaban una nueva era en la configuración geopolítica del planeta y el subsecuente impacto en la ampliación del espectro de libertades del ser humano bajo las banderas de la libertad de movimiento y del empleo.

Pero no hay peor ilusión que la de creer que la genética y la historia son maleables. Unos lustros después de haber transitado a lo que semejaba un nuevo estadio evolutivo en la civilización, los proyectos de integración global parecen haberse estancado, en el mejor de los casos, y en el peor, como es verificable en nuestros días, entrado en un franco retroceso civilizatorio. El caso del referendo sobre la salida del Reino Unido (RU) de la Unión Europea (UE), lo que se conoce en la jerga popular como Brexit, no es más que una de las pruebas fehacientes de esas pulsiones regresivas, sin ser, claro, la única.

Todos los temores concomitantes que han acompañado al ser humano por centurias y que parecían más o menos domesticados en los afanes civilizatorios arriba referidos, han vuelto por sus fueros. La inseguridad física (en la forma de terrorismo) y la económica (dado el modelo excluyente y precario vigente, propenso a crisis sistémicas recurrentes) han exacerbado la incertidumbre sobre un futuro promisorio, la misma que, por otro lado es connatural al ser humano. Esto ha sacado de su letargo a los soterrados demonios de la xenofobia, jamás del todo erradicados.

Para el caso del RU, los factores arriba mencionados aparejados a su tradicional aislacionismo y a una extravagante (por anacrónica) narrativa imperial, confluyen en un nostalgia regresiva hacia el estado primitivo de aldeas amputadas del mundo que los rodea, capaz de producir monstruos (cfr. el caso análogo con los E.E.U.U. y Trump). Los apologistas de la salida del RU han azuzado a quienes ven en los inmigrantes y su voraz dependencia de los dineros de los contribuyentes nativos como su enemigo íntimo (apelando, por ejemplo, a una especulativa invasión de las hordas turcas) y a la UE como la institucionalización de esa maldición, la que además resulta onerosa en términos de burocracia y derroche de recursos como parte de la membresía (mitos que ha sido debidamente desacreditados, pues se reciben más beneficios por la misma, así como los migrantes contribuyen más al fisco que los beneficios que reciben del Estado). Sin embargo algo de cierto hay, por ejemplo, en la correlación entre la membresía, la caída de los salarios y el alza en costos de vivienda. Este discurso segregacionista, no es de extrañar, tiene un gran éxito entre aquellos que no han visto beneficios tangibles de este proceso de integración, la cual no es un secreto, es la población mayor de 45-50 años y/o menos educada.

Esta narrativa ha sido promovida desde las mismas élites: el locuaz Boris Johnson, ex alcalde de Londres, es uno de los mayores promotores de la causa, al igual que el Nigel Farage, líder de UKIP, partido populista de derecha. El primer ministro Cameron, quien ahora aboga por el voto por la permanencia, hace no mucho declaraba que la inmigración era la fuente de muchos de los problemas  del país y habría que, consecuentemente, limitarla. Es decir, la vieja historia del oportunismo político. La gente tiende a creer aquello que confirma sus propios prejuicios y esta campaña secesionista, cuyo postulado fundamental es el de retomar el control sobre su país y sus propias vidas, dejará una marca indeleble de intolerancia independientemente de si el RU abandona o permanece en la UE.

El gran problema son los efectos directos e indirectos de una potencial salida: en términos de actividad económica se calcula que el RU puede experimentar una perdida potencial de 6 puntos del PIB por la reducción en productividad y crecimiento económico para el 2020, además de la posible devaluación de la moneda, así como la perdida de alrededor cerca de un 15% del ingreso de un hogar promedio (datos de UK Treasury). Y surge la pregunta: cuando la economía se estanque, ¿a quién habrá que culpar, a quién se sentará ahora en el banquillo de los acusados? El precedente que una salida generaría al interior de la isla, por no ir más lejos, reavivaría la aspiración independentista de Escocia; la incertidumbre financiera que aquejaría al mundo dada la vulnerable posición en la que quedaría Londres como el centro financiero de Europa prolongaría el letargo que padece la economía mundial; y todo lo anterior sin mencionar cómo se ajustaría la pequeña isla a la renegociación de términos con una entidad a la que destina más de la mitad de sus exportaciones.

Al momento de enviar estas líneas, parecería que el voto mayoritario se inclinará por la permanencia en la UE por un margen mínimo. Incluso si el resultado se invierte e independientemente del mismo, esta polarización aldeana que parece permear el mundo entero va dejando una indeseable cauda de sociedades divididas sobre las cuales es sumamente difícil erigir pactos solidarios e incluyentes.

Tal vez deberíamos recordar que ningún país es, tan sólo, una isla. Los hombres, tampoco. ■

 

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