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viernes, 6 junio, 2025
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Ciencia en México

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Por: IVÁN DOMENZAIN • CÉSAR ALAN RUIZ GALICIA •

Quizás la manera más fácil de describir el estado actual de la actividad científica en nuestro país sea reconociendo que dista mucho de encontrarse en condiciones óptimas o siquiera competitivas con respecto a los países de primer mundo.

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Desde 1984 existe en nuestro país el SNI (Sistema Nacional de Investigadores), que arropa a la gran mayoría de las instituciones públicas de educación superior y centros de investigación. Los objetivos principales de esta institución son la promoción y el fortalecimiento  de la calidad de la investigación científica y tecnológica mexicana. El sistema opera a través de la entrega de “estímulos” económicos a sus miembros a manera de becas, según sea el nivel del investigador, lo cual es determinado a través de diversos mecanismos de evaluación. El SNI no solo beneficia a científicos consolidados sino que aporta también en la formación de recursos humanos para el área teniendo como plan el incremento de la productividad y competitividad de nuestra ciencia.

No obstante, la realidad es que la ciencia mexicana no ha dado grandes síntomas de mejoría a partir de la instauración del SNI. Rápidamente este ente burocrático se contagió de los padecimientos de las instituciones nacionales, convirtiéndose en una estructura disipativa altamente estratificada, vertical y llena de procedimientos absurdos. Quizás sus problemas más grandes radican en la evaluación de sus miembros, cuyos criterios, utilizados para definir la entrada y el nivel de los investigadores, se basan sobre todo en la cantidad de publicaciones, dejando de lado la calidad del trabajo, la cual se ve naturalmente mermada ante las exigencias que implica mantener tan jugosas becas.

Operando bajo un sistema de estas características se tienen como consecuencia una producción científica pobre y limitada, ignorada casi totalmente por la opinión pública y el discurso de los políticos. Este punto puede comprobarse de forma sencilla: basta con preguntar a ciudadanos al azar si conocen el nombre y un poco del trabajo de por lo menos tres científicos mexicanos actuales. Veremos que las respuestas son desalentadoras en una aplastante mayoría de casos.

Lo anterior resulta natural si vemos que los científicos mexicanos (formados e investigando en el país) no reciben reconocimientos de talla internacional: en nuestros laboratorios no se están haciendo hallazgos “revolucionarios” de hechos sorprendentes y los medios de comunicación no dedican más que esporádicas cápsulas de unos cuantos segundos, llenas de información errónea y tendenciosa, para presentar una minúscula parte de los implementos tecnológicos desarrollados en las universidades nacionales.

¿En dónde radica entonces el problema? ¿Quiénes son los responsables? ¿El impulso de la actividad científica es una obligación del Estado o algo que nos compete a todos como sociedad?

Primeramente hay que identificar que los males que aquejan a nuestro quehacer científico no le son ajenos al resto del mundo o, por lo menos, a los países del llamado “tercer mundo” y en vías de desarrollo. Hacer ciencia cuesta bastante; por lo tanto, la ciencia viable para países como el nuestro es aquella que reditúe en beneficios tangibles y concretos en el corto plazo, cuyos implementos impacten rápidamente en los procesos de producción con el fin del lucro siempre implícito. Seguimos aplicando el esquema de relación ciencia-sociedad que dio curso a la revolución industrial de los siglos 18 y 19 en Europa. En pocas palabras, en países como el nuestro los mejores apoyos los recibirá siempre la ciencia que impacte de manera directa en la producción a gran escala.

Dicha problemática es precursora de una enorme confusión: la figura del científico se vislumbra como aquel o aquella que ha concluido, como mínimo, estudios de doctorado (de preferencia en alguna universidad extranjera), que se ha esforzado por engrosar las filas de una universidad o centro de investigación, que figura en las listas del SNI y dedica su tiempo a publicar artículos que no muestran más que soluciones triviales a problemas que ya han sido solucionados, es decir, a publicar el refrito del refrito en revistas especializadas.

Los motivos personales que guían a una persona a adoptar este rol en la pirámide social suelen ser de carácter egoísta e incluso clasista. Los científicos en nuestro país gozan de un poder de consumo por encima de la media el cual puede proveerles de cierta comodidad y tranquilidad. Si bien es cierto que el científico no aspira a ser parte de la clase económica dominante, no obstante, su preparación académica lo coloca dentro de un reducido grupo de intelectuales favorecidos.

Vemos entonces que la actividad científica se aleja mucho de la de aquellos filósofos naturales de siglos atrás, quienes se preocupaban de manera sistemática por conocer el mundo empírico con fines como el de engrandecer el espíritu o dignificar la existencia misma. Ante esto, el científico contemporáneo, duele aceptarlo, encaja más en la casilla de un obrero altamente especializado. Un sublime y necesario producto del sistema económico capitalista. ■

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