Esa soledad serrana sosegada toda posibilidad de alegría. Comíamos lo poco que nos daba la naturaleza y lo que se compraba en las rancherías aledañas. Vivian los tres abuelos. Dos maternos y la abuela Tola, siempre sola. Desde que murió el abuelo Juan no volvió a casarse. Ni a sentir caricias. Los tíos no dejaron que los hombres se le acercaran. Ni para bien ni para mal. No iba a ningún lado sola. Una alegría contenida le marcó en el rostro una sonrisa perenne que le duró hasta su muerte.
Nada pasaba en ese pueblo que no fueran el viento y el tiempo. La duda es cuál de los dos primero. No había progreso. Todo estático.
La lluvia, cuando la había, era cristalina y limpia. Venía de muy lejos, imaginaba. Me gustaba que me golpeara la cara y a propósito miraba hacia arriba con los ojos abiertos, aunque por momentos quedar ciego ante su golpeteo.
Mirar hacia abajo y ver cómo caían las gotas era una reverencia al cielo mezquino que nos mandaba millones de ella en temporada. Una tras otra a velocidades nunca vistas. Era un infante. Gustaba ver salir el sol en plena lluvia. Un día desnudo corría arroyo arriba mientras las gotas me bañaban.
Lo mismo en tardes y noches oía el ruido que producía su tintinear en objetos metálicos. Veía las ondas que dibujaba su caída en un pequeño charco. Oír el viento, la lluvia y tocar la tierra eran un deleite.
Alegría sordas sin compartir, los demás niños en su casas permanecían sin mojarse.
Las costumbres cegaron hacia los demás y a no ver y tocar todo lo natural, lo que había al derredor.
Entre el sol, el viento y la tierra curtieron y moldearon la forma de ser. Son parte del sosiego de esta tierra.
Algunas noches se comparó ese cielo azul estrellado y la tierra con páramo y se escucharon silbidos tristes, apenas perceptibles. Se erizaba la piel, pero no se acertaba descubrir quién los hacía o de dónde venían. Los miedos hacían creer que el voltear rápidamente hacía las espaldas estaría alguien mirando con grandes ojos. Se sentía el miedo y el frío en la carne y las ropas.
Una noche, un pariente de papá copuló con su hermana y nació el niño. En la madrugada, Tola escuchó llantos de un recién nacido. Convidó a mamá para ir en dirección del llanto aquel. La sorpresa fue tal que, en efecto, era un ser vivo. Estaba cuidado por un perro propiedad de María esposa de Jesús, tío de papá. El canino era fiel guardián en contra de los coyotes y demás bestias.
Lo recogieron y llevaron a casa de Tola. Lo bañaron, lo cambiaron y le dieron leche de vaca. Estaba golpeado, según se dieron cuenta al asearlo. Sobrevivió una semana y murió.
Muchos salían a buscar la vida. Fueron a granjearse la gorda no al gollete. Si les iba bien o mal nadie sabía. No regresaban. Esas historias se oían.
Siempre que se veía alguna luz allá por la loma que está rumbo a San Marcos, los niños se inquietaban y corrían de un lado a otro y esperaban con azoro que llegara esa luz. Normalmente eran hombres que venían en bicicleta, en camioneta de redilas o en tractor.
En aquella ocasión era Toto de la Cruz que en 1966 fue a pedir la mano de Consuelo, hija casadera del tío Ramón y su esposa Agustina.
Era 1964 o el 65. El día que murió Mamé Cháirez uno de sus tres hijos Epifanio, Ramón o Jesús lloraba muy feo. Al parecer fue Ramón. Unos gritos muy roncos y secos. Eran lastimosos. Reflejaban el verdadero dolor que les causaba la muerte de mamá grande. ■
*Comunicador.
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