Su eficiencia probada, elocuencia, y la inteligencia de hacerse presente en los momentos oportunos, llevó a Marcelo Ebrard a la primera línea de los posibles sucesores del presidente Andrés Manuel López Obrador.
Lo es desde hace más de diez años, porque parecía lo natural. Fue él quien le sucedió en la jefatura de gobierno de la Ciudad de México de la que salió con cuentas lo suficientemente positivas para dar la batalla por la candidatura presidencial en ese 2012.
Pero el liderazgo de López Obrador permaneció fuerte luego del fraude electoral y el vendaval de los años siguientes. Marcelo fue derrotado en una encuesta, y lo reconoció. La apuesta fue correcta. Andrés Manuel conservó los quince millones de votos obtenidos seis años antes, y logró un millón más. Lo suficiente para ganar una elección presidencial si el dinero de Odebrecht y las tarjetas de Soriana no hubieran figurado.
En 2018 no había más opción. López Obrador había multiplicado su fuerza y fundado el partido político que se convirtió en la opción de la izquierda, dejando al PRD en condición de cascarón, que hoy se aproxima a ser escombro.
Esa paciente espera y la eficiencia mostrada en las tareas encomendadas son los argumentos de Marcelo Ebrard y los suyos para alzarlo con la candidatura presidencial de Morena, al parecer paso ineludible para llegar al máximo cargo de este país.
Con respecto a lo segundo no hay mucho qué rebatir. Ebrard ha logrado salir avante en complejos encargos, aunque con errores que han sido magnificados y/o minimizados en función de la conveniencia política de los poderes fácticos.
Sin embargo, ese bien ganado prestigio como ejecutor eficaz de las decisiones ajenas no pudo trasladarse al rol de tomador de decisiones, es decir en la busca de la coordinación de defensa de la cuarta transformación.
A pesar de haber logrado la aceleración de los tiempos por la presión que él y su grupo político ejercieron, no ha conseguido a este momento revertir la tendencia que lo coloca en segundo lugar de preferencia cada vez más lejos del primero.
Poco ayudaron los consejos de los “expertos” vendehúmos que hacen de los políticos camaleones clichés que un día se disfrazan de pescadores, otro de campesinos, y al siguiente de bailadores.
Tampoco ayudaron los retos a debatir ni el lanzamiento de propuestas, porque si se trataba de impulsar un mismo proyecto de nación, tanto los unos como las otras carecían de sentido.
Sin importar que hubiera un grupo de intelectuales trabajando en el proyecto que tendría que impulsar quien quede a cargo de la coordinación de comités de defensa de la cuarta transformación, Ebrard expuso algunas propuestas que le valieron una multa ante las autoridades electorales y fuertes críticas, pues su plan de seguridad se consideró con tintes fascistas, y el pasaporte violeta (para el electorado femenino) como una imitación de la tarjeta rosa impulsada por el priista Alfredo del Mazo en el Estado de México.
Ante ese escenario y la consolidación de las tendencias, el excanciller se lanzó la semana pasada no sólo contra su principal oponente interna, sino contra el partido que pretende lo postule, y contra parte del gobierno federal al que acusa de inmiscuirse en el proceso.
Con ello sepultó su propio discurso en el que se atribuía mérito y merecimiento por no haber controvertido el triunfo de López Obrador en 2012 a pesar del estrecho margen entre ambos, y dio parcialmente la razón a quienes le acusan de tener siempre un pie en otras fuerzas políticas, como mostraría su postulación en 2015 para ser diputado federal por Movimiento Ciudadano, aun cuando Morena ya se había constituido como partido político, esfuerzo en el que además no estuvo presente.
Cierto es que la pérdida no es fatal. El discurso meritocrático no tiene esperanza alguna en la concepción de la lucha social y política como esfuerzo colectivo en donde se contribuye no donde se quiere, sino en donde se requiere.
A unos días del levantamiento de la encuesta, que si todo sigue como hasta ahora confirmará las tendencias de todos conocidas, el excanciller se encuentra en el dilema: ¿cumplirá las profecías de quienes le atribuían lealtad de conveniencia y se inmolará envanecido por las sirenas políticas? ¿O preferirá la serenidad que lo ha rescatado de la muerte política en varias ocasiones y que lo tiene justamente donde está? Mi apuesta es por lo segundo.