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Por: FEDERICO BONASSO* •

La Gualdra 458 / In memoriam

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Diego era una metáfora enorme del sueño del niño, del fútbol como via de escape de la pobreza, de la reivindicación de los países humillados por las potencias, del rebelde al que el sistema escoge para el escarmiento, del fútbol como alegría, del juego como gran premio de la vida.

Por eso Diego era mucho más que sí mismo. Por eso todos se sienten apurados a comentar algo, a compartir su dolor o su opinión, sus memes insensibles o su moralina contra el adicto. Por alguna cualidad de su carácter, probablemente esa mezcla de pasión con talento, Diego interpela a todos: los que aman al fútbol o no, los argentinos o los que no lo son, los napolitanos o los del norte de Italia, los que apoyan a la revolución cubana y los que la denostan.

La historia regala eventualmente estas figuras que tienen un coraje muy por encima del promedio y tienen la capacidad, por lo mismo, de representar a tanta gente. Esos cuya muerte produce una orfandad colectiva. Diego fue, voluntariamente, el instrumento de revancha y de justicia de muchos agraviados. Por eso no compro la dicotomía simplona que desconoce sus logros también fuera de la cancha y se permite con tanta grosería la tentación de la doble moral.

En 1986 yo era un adolescente aun muy vinculado a mi país de origen y Diego me devolvió la identidad arrebatada en un momento en el que yo pedía auxilio a gritos sordos. Apenas era un par de años más joven que esos soldaditos argentinos que fueron enviados a Malvinas a certificar con su carne la prepotencia criminal de la armada británica y el desprecio por la vida de los militares argentinos.

“Podrán tener sus buques, pero el genio es nuestro”, les dijo Diego en el estadio Azteca. En una tarde que la historia no olvidará. “El talento es nuestro”.

Veo el dolor de la gente que empieza a rodear espontáneamente la Bombonera, el dolor sorpresivo de algunos cronistas, como José Ramón Fernández, en fin, el dolor que empieza a recorrer el mundo y me sorprendo ante el mío propio. Hay cosas, que por alguna secreta arbitrariedad, me llevan al llanto: saber que el mítico San Paolo, el estadio del Napoli llevará su nombre, por ejemplo. Un llanto que me viene en cortas oleadas a lo largo de la mañana en este 2020 plagado de heraldos de mierda.

Hubo una época anterior a Diego, cuando el fútbol, sobre todo el latinoamericano, el brasileño y el argentino, premió la gambeta como la máxima atracción del espectáculo. La gambeta era la posibilidad de que el fútbol se trascendiera a sí mismo y se rozara con el arte. Era una muestra de que, a veces, los seres humanos desafiamos a la física, desafiamos a la peor de sus leyes: la muerte; y jugamos en las fronteras de lo imposible. Cuando apareció Diego, lo imposible adquirió una nueva dimensión. Por eso es de todos, no es solo argentino. Aunque las y los argentinos tengan, porque además así lo hubiera querido él, la triste suerte de despedirlo primero.

Gracias, Diego, te quiero mucho, marcho en la máquina del tiempo a ese junio de 1986, y veo cómo, casi cayéndote, le das a Burru uno de los pases más importantes de nuestras vidas, ese con el que abriste las puertas de la inmortalidad.

 

 

*25 de noviembre de 2020. Ciudad de México.

 

 

 

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