La peste obligó a un grupo de personas a refugiarse y para el entretenimiento decidieron contar historias: es el contexto en que se desenvuelve “El Decamerón”, que sigue la tradición del narrar historias que, de una u otra forma, se ligan hasta crear un bello mosaico. Con esta novela, tengo una tradición y es releerla en tiempos decembrinos: si bien las fechas se prestan a darle algún valor religioso, en realidad no es así, es la temporada en donde tengo mayor tiempo y puedo entregarme, sin duda, a la lectura —claro, el resto del año las lecturas se diversifican y muchas de ellas son más por razones escolares. Cada temporada, encuentro algo distinto: la lectura cambia debido a las experiencias y el cómo se lee (algunos de sus relatos se pueden leer con una mano y otros con ambas). Estas diferencias hacen divertidas las relecturas.
“Rayuela” es un caso particular, pues su estructura pretende maneras diversas para leerla, desde la propuesta por el autor hasta la realizada por el autor, mediante su libre albedrío. A diferencia del anterior, releo cada dos años este libro y los encuentros son peculiares. La novela en sí misma es un libro de arena, en su sentido estructural. “El Decamerón”, tradicional, guarda sus proporciones y la exploración lectoral es quizás a través de su simbolismo y la envoltura de su misticismo, a partir de los pecados y las virtudes.
La incomprensión y la fascinación por su simbolismo son razones por las cuales la relectura de “La serpiente verde” es una obligación, pues cada vez que lo tomo me queda claro que no comprendo y tampoco sé con precisión su mensaje. Se me escapa de las manos, aunque es cierto que son experiencias estéticas bellísimas. Cada que termino, me pregunto qué quiso decir Goethe y me angustio al saber que no sé nada. Vaya drama. Caso similar, en algunos textos poéticos de sor Juana, parece que logro comprenderlos y luego se me escapa, pero disfruto admirar la belleza en sus imágenes y su música. Por supuesto, su vena humorística, en un cúmulo de sarcasmo e ironía, es el mayor gozo del que experimento en toda su obra poética.
Quizás los poemas se prestan más a la relectura, la razón podría ser su extensión. Vuelvo con mayor frecuencia a los Machado, su música, de algún modo, me recuerda al galopar de los caballos. A todo galope por las tierras de España y sus llanuras, cada verso un golpe contra la tierra.
Orhan Pamuk es, entre los autores vivos, a quien más he releído, en particular su thriller “Me llamó rojo”, no se fíen mucho de esta categoría: la obra apuesta a más particularidades. Aunque la obra apela a la revelación de un misterio, el homicidio de un ilustrador, apela también a un bello recorrido por las expresiones pictóricas del Imperio otomano. También, volví a “Nieve”, otro thriller que apuesta a lo político y más cercano a nuestros años, y “El castillo blanco”, reseñado por John Updike y, debido a ello, los críticos se fijaron en el autor turco.
Ahora bien, la relectura no significa la inexistencia de libros novedosos por leer, sino el interés por revivir la trama y sus personas; así como disfrutar de su música y su arquitectura literaria. Permiten, sí, el recuerdo y también otras experiencias, igual o más gratificantes. En los últimos años de vida, Jorge Luis Borges prefirió releer, o mejor dicho pidió que se le leyeran clásicos de la literatura —sabemos que, para esos tiempos, ya había perdido la vista. Su predilección por éstos y no los contemporáneos (de su época) era evidente: la calidad de los clásicos era comprobable y asegurable. Total, da la impresión de que sus últimos años fueron tranquilos, auxiliado por sus amigos y familiares, claro luego de una vida exquisita y productiva, en muchos sentidos. Similar el caso de Ludwing Wittgenstein, uno de mis filósofos del lenguaje predilectos, quien por sí mismo fue todo un personaje: adinerado, homosexual (en un período en donde serlo era casi una sentencia), misántropo y, quizás para quienes están enterados e interesados en la vida del dictador o la Segunda Guerra Mundial, ex compañero de un joven Adolfo Hitler. Al igual que el argentino, Wittgenstein pasó sus últimos años trabajando y leyendo, aunque él prefirió otras lecturas —desconozco cuáles fueron y no me atrevería a mencionarlas.
No recuerdo qué otros intelectuales hayan pasado sus últimos días (re)leyendo literatura. Sin embargo, tal acción confirma las distintas ópticas con las que un texto puede ser tratados y su estructura. Por el momento, releo El Quijote, en otra ocasión lo abordaré. ■