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sábado, 20 abril, 2024
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Coronavirus, ventanas y esperanzas

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

El lenguaje frente al mundo ahora está cambiando. Una nueva gramática simbólica surge a partir de la pandemia, de tal forma que los espacios no solo adquirirán en un futuro nuevas dimensiones sino nuevas significaciones. Estar “fuera” no volverá a ser lo mismo que un “espacio exterior” y estar “dentro” no volverá a ser lo mismo que un “espacio interior”.

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Repito en voz alta Coronavirus. La divido en sílabas. La hago chillar por recomendación de Octavio Paz. Hay cierto tipo de palabras que son como clavos que alguien (no pienso en Dios) se encarga de clavar una y otra vez en la piel curtida del mundo. Y lo hace para que no se nos olvide lo frágil que en realidad somos. Eso: nuestra terrible fragilidad.

También cambiará la forma en que nos vamos a relacionar con los demás. El principio de otredad estará marcado por la distancia y acaso iremos por las calles con un medidor de centímetros en los bolsillos. No nos volveremos a abrazar de la misma manera. Y cambiará, también, la configuración que desde hace muchos años habíamos establecido entre el mundo y nosotros, porque a fin de cuentas somos, en buena medida, la comunicación que establecemos con el mundo, la interpretación que hacemos de él, la forma en que a través de nuestro conocimiento inmediato nos vinculamos con lo que el mundo nos ofrece para construir o para destruir.

Hasta antes del Coronavirus creíamos que las cosas no se podían poner peor y ahora estamos frente a una de las peores crisis en la historia de la humanidad. Repentinamente extraviamos las pistas que habíamos dejado en el camino para volver a casa y el miedo al contagio se convirtió en una constante para unos y en una imprudencia para otros. Los mismos de siempre, los olvidados, siguen en las calles, porque para ellos no cuentan las advertencias sanitarias frente a los estómagos vacíos o el sustento que a diario tienen que llevar a casa. El Coronavirus es invisible e inexistente para ellos y se entiende porque durante años se han enfrentado a la más dura y miserable de las enfermedades, la pobreza, una enfermedad que con trabajos aceptará por completo cualquier gobierno.

Ahora mismo también se están demoliendo antiguos símbolos para dar paso a nuevos y es normal que frente a estos nos acerquemos atemorizados. Somos esos niños que el día de mañana, una vez que pase la pandemia y enterremos a nuestros muertos, saldremos a las calles como quienes acuden a la escuela el primer día de clases. No soltaremos las manos de nuestros padres frente a las puertas abiertas de un mundo que se mostrará por completo modificado (decodificado). Daremos los primeros pasos frente a un sistema que también se mostrará por completo modificado (decodificado). Nos costará un trabajo inmenso entender sus nuevos mecanismos de funcionamiento. Nos temblarán las piernas cuando alguien nos vuelva a hablar de un virus, seguramente. Se nos hará un nudo en el estómago cuando alguien nos recuerde que, de entre los muertos, murieron los más pobres, los hispanos, los afroamericanos… Y en cuanto entremos buscaremos presurosos quién demonios nos pueda orientar acerca de ese nuevo panorama que el Coronavirus nos habrá dejado.

Un nuevo mundo habrá surgido y aún no sabremos si para bien o para mal, es aún temprano para lanzar predicciones.

Sin embargo, ahora mismo también hay objetos que antes no merecían nuestra atención y que ahora la tienen por completo. Quiero decir que se trata de herramientas que en estos momentos nos están siendo vitales para sobrevivir al encierro. Son de ese tipo de objetos que bien valdría la pena contemplar en un buen kit de supervivencia.

Piénsenlo por un momento. Una y mil veces se nos ha repetido que nos debemos quedar en casa con la finalidad de evitar que el Coronavirus se propague. No hay otra manera de evitarlo. Lo han explicado de todas las formas posibles. Con gráficas. Con palabras (pareciera que es como menos lo entendemos, a través de las palabras). Y una vez que estás en casa quedas en una especie de “encierro absoluto”. Y lo que hasta antes de este supuesto “encierro absoluto” era la comodidad de tu casa ha adquirido repentinamente el significado de “cárcel” dentro de la interpretación de la mayoría porque dicho “encierro absoluto” no se da por voluntad propia (realmente no eres tú quien lo decide, tu capacidad de decisión la has perdido) sino como una obligación (realmente son “ellos” quien lo deciden) encaminada a un bien común, el de la salud de “todos”.

Ese “todos” de la mayoría se impone sobre tu “yo” individual que a fin de cuentas es el que debería dar las órdenes de la puerta de tu casa hacia adentro. Esto es lo que les causa conflicto a muchos: no están dispuestos a sacrificar su libertad individual, “yo”, frente a lo que les pudiese ocurrir a “ellos”, aunque en ese “ellos”, también está incluido ese “yo”.

Y la única conexión que existe entre ellos y yo es una ventana. Una simple ventana. Otra vez: una ventana. En estos momentos de encierro una ventana puede salvarnos lo mismo que un salvavidas en un naufragio. Conmigo lo consigue por momentos. Tan apartado me siento de ellos. De ustedes. Cuando siento la desesperación del encierro. Dejo de escribir. Me levanto. Doy unos cuantos pasos y llego hasta la ventana. La relación que guardamos con cada una de las ventanas que se han presentado en nuestras vidas tiene que ver con la luz de cada una de esas ventanas. Y con las personas con las que hemos compartido esas ventanas. Cuando vivía en un pequeño departamento tenía una ventana por donde entraba la luz de la tarde y parecía que se recostaba en un grisáceo sillón donde solía acostarme a leer por las noches auxiliado de la luz de una pequeña lámpara. De vez en cuando también solía tomar ahí una que otra siesta hasta que la intensidad del calor interrumpía mi sueño.

Las ventanas. Ahora mismo deberíamos aferrarnos más a ellas. Sé que hay quienes tienen el privilegio de tener jardines en sus casas. Son muy afortunados y no dejan de restregarnos sus privilegios de clases en fotografías de Facebook. Pero también sé que hay miles de personas que viven en diminutos departamentos donde no tienen mayor contacto con el mundo exterior que el de una ventana. Aférrense a ella, por favor. Admírense de lo mucho que nos que nos queda del mundo, por favor. Ninguna ventana es igual a otra por el hecho de que la luz que penetra por una ventana jamás es la misma. Eso lo sabían los judíos y los alemanes. Para los judíos las ventanas tenían un significado. Para los alemanes las mismas ventanas tenían otro significado. Para los que murieron en el atentado de las torres gemelas las ventanas no solo entrelazaron el camino entre la vida y la muerte sino que además hicieron de mazos que se dieron a la tarea de demoler sueños y esperanzas. Pum.

Bien visto, una ventana podría ser una especie de traductor que interpreta el lenguaje de lo que ocurre con el Coronavirus, que lo traduce para el que observa desde el interior, al otro lado de la ventana. Ignoro si en los hospitales donde se tratan a los enfermos de Coronavirus hay ventanas, pero por mandato presidencial se deberían construir porque más allá de lo que consiga informar el médico, hay otro tipo de informes que son imprescindibles para el ser humano, que tienen que ver con la luz y con la oscuridad, con el tiempo y el fin de los tiempos, con la vida, sí, pero también con la muerte, y con muchas, muchas esperanzas, justo como las que necesitaremos tras de todas las ventanas una vez que volvamos a salir a las calles.

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