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jueves, 18 abril, 2024
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Febrero 2020: la Constitución y el INE

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Por: Carlos Eduardo Torres Muñoz •

Sea por efeméride o por razones de debate dos elementos indispensables para nuestra democracia están hoy en la agenda pública. La primera, nuestra Constitución, que ha llegado a los 103 años de haberse promulgado y que ha tenido un sinfín de reformas que la hacen apenas similar a la originalmente promulgada. Este hecho en sí, como se ha repetido en no pocas ocasiones no tiene ninguna carga negativa por sí mismo, sino en una fijación de nuestra clase política, primero en dejar huella de su existencia sexenal, a partir de una reforma a uno que otro artículo constitucional y luego, en el que se ha vuelto ya un inexistente, seguro de garantía al incrustar algún candado, requisito o diseño a través de una reforma constitucional que volviera, en la antigua distribución representativa del poder legislativo federal y los estados, casi imposible borrarla. Llegamos así a una de las constituciones más largas del mundo (hay datos que afirman que ya es la segunda más larga), a violentar en los hechos su característica de “rígida” y a volverla, día con día, un documento irreconocible, sin identidad y prácticamente impracticable para la sociedad y de difícil seguimiento para nuestras autoridades (concediendo que fuera su voluntad e intención cumplirla). Siendo así, es importante recordar, que sin una Constitución que refleje el pacto social por el cuál habremos de regirnos en una serie de consensos mínimos razonables, más allá de emocionales, nuestra democracia será imposible, y sí no se siente mucho afecto por ésta última, vayamos más allá: tampoco la justicia social será posible. Algo distinto a la democracia y muy parecido a una confusión injusta podría suplir al anhelo de una democracia constitucional, en el que habíamos avanzado y hoy parecemos decididos a retroceder.

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Menos importante para la democracia, pero instrumental para su plena realización, es la institución surgida como resultado de una larga y hoy agotada transición electoral, el Instituto Nacional Electoral. Esta semana, como otras ya desde hace tiempo, el INE que durante años significó un pilar de confianza y consenso entre las fuerzas políticas y la ciudadanía en general, ha venido a ser agredido y menospreciado por voces cuya función no parece clara. En algunos casos, por supuesto, se trata de vencer un obstáculo para volver al país de la dimensión unipersonal del presidente, pero otras más bien parecen haberse convertido en tontos útiles, dándose cuenta o no de ello, con malicia o en la inocencia absoluta. No es que la institución sea perfecta, y menos aún que los que la encabezan y sus operadores sean incorruptibles, es que estamos perdiendo el fondo por cuestiones de forma. El INE debiera ser defendido en los frentes de autonomía, suficiencia técnica, capacidad institucional y revalorización social. No así en faltas de ética, excesos y maniobras reprochables. Sin embargo, en ningún caso debiéramos permitir abandonar su defensa frente a las hordas citadas poco antes. Formarnos para defender la institución que ha hecho posible el triunfo de tirios y troyanos es un deber cívico, como lo es su reforma, y si se quiere, para estar a tono, su transformación.

No nos dejemos distraer demasiado (más allá del humor y la diversión) en las puerilidades que un día sí y otro también el presidente pone en nuestros oídos y en nuestra mente cada mañana: insistamos en el fondo, no renunciemos a la democracia por caer en el falso dilema de qué es aquélla o la justicia social, son ambas y la única forma de garantizar el progreso asertivo en la segunda, es a través de la primera. Tampoco permitamos que unos pocos sueldos nos distraigan de lo costoso que podría significar volver 40 años atrás en materia electoral: es seguro que nos costará más.

@CarlosETorres_

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