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viernes, 19 abril, 2024
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México: la democratización frustrada

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Por: Alberto J. Olvera •

México vive un momento crucial de su historia contemporánea. El problema histórico de la impunidad generalizada de la clase política, sea por casos de  corrupción, asesinato o desaparición forzada de personas, sea por omisión de acciones esenciales en materia de justicia y de políticas públicas, ha llegado a un punto límite. El cambio de época que se perfila es en realidad la culminación de un largo proceso de acumulación de indignaciones y de fracaso del proyecto de restauración autoritaria.

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La restauración en marcha tiene su origen en una democratización frustrada. Es preciso entender la naturaleza de este proceso para situar correctamente los retos que enfrenta una verdadera democratización de nuestro país.

La transición a la democracia y la consolidación de la misma son fases de un proceso mucho mayor: la democratización. Las elecciones libres pueden conducir a una verdadera democratización de la vida pública sólo si los procesos electorales dan pie a una serie de reformas que construyan instituciones operativas que progresivamente garanticen derechos civiles, sociales y culturales para la mayoría, o dicho en otras palabras, que construyan ciudadanía efectiva. La democratización, por tanto, implica la construcción de un Estado de Derecho, la efectivización de derechos de ciudadanía y el desarrollo de nuevas formas de relación entre el Estado y la sociedad que acoten el clientelismo, el corporativismo y otras formas de dependencia colectiva. En otras palabras, la democracia implica una ampliación de la política más allá del terreno electoral y la construcción de un Estado fuerte (entendido como Estado de Derecho).

En México la transición a la democracia no fue seguida de un proceso de democratización. No hubo una destitución real del viejo régimen, pues no pudo romperse la infraestructura legal e institucional del viejo régimen; la constitución de 1917, en su versión modificada por el presidente Salinas (1988-1994), permaneció intocada en sus fundamentos, al igual que el resto del edificio legal; además, el PRI conservó un poder de veto en ambas cámaras, y la mayoría de las gubernaturas y presidencias municipales. Más aún, las estructuras corporativas priístas en el mundo sindical y campesino sobrevivieron a la derrota electoral. En suma, el viejo régimen continuó como institución y como cultura en la sociedad y en la política. Esta continuidad sustantiva fue facilitada por la incapacidad política de los partidos de oposición histórica al PRI de pactar los términos de la reforma radical del viejo régimen. Lejos de tener un proyecto alternativo, PRD y el PAN simple y sencillamente copiaron las tecnologías y las prácticas del viejo partido oficial y renunciaron a reformar radicalmente el régimen autoritario.

El ciclo restaurador y el fracaso de los gobiernos del PAN.

La corta y débil primavera democrática mexicana, iniciada con la alternancia en el año 2000, duró menos de 10 años. Después de que se emitió en 2003 la Ley Federal de Acceso a la Información y se creó el IFAI, y que de que en algunos estados y municipios se experimentó brevemente con mecanismos de participación ciudadana muy acotados, pareció agotarse la capacidad reformista de los gobiernos federales del PAN, y las clases políticas locales dejaron de promover el acercamiento a los ciudadanos, incluida la izquierda gobernante en la ciudad de México, que recreó un modelo paternalista-populista de relación con la ciudadanía.

La derrota electoral del PRD en 2006 terminó de cerrar las expectativas de cambio. Pero fue en 2010 que se produjo la plena inversión del ciclo. Hubo 18 procesos electorales en otros tantos estados, todos los cuales se caracterizaron por la ruptura con los principios nodales que guiaron la lucha por la democracia electoral: equidad en la competencia, autonomía de los órganos electorales y control del financiamiento privado de las campañas. Con mayor o menor cinismo, los gobernadores de los estados intervinieron ellas, invirtiendo grandes sumas de dinero público y poniendo las estructuras administrativas de sus gobiernos al servicio de sus candidatos; los órganos electorales locales fueron convertidos en dóciles aparatos administrativos bajo el control de los gobernadores; los “poderes fácticos” entraron de lleno al financiamiento ilegal de las campañas a través de todos los partidos. La operación de los ejércitos electorales implicó un costo tal que el principio de los topes a gastos de campaña se redujo a una reliquia de un pasado remoto y utópico. De entonces a las elecciones federales de 2015 se ha repetido este mismo patrón, a pesar de la reforma electoral de 2014, cuya promesa de controlar los gastos de campaña ha sido abiertamente burlada.

El PAN y el PRD permitieron que el PRI consolidara, desde el congreso federal, un modelo de federalismo que trasladó enormes recursos y poder real de decisión en varios campos de la política pública a los gobernadores, sin correlato alguno con la rendición de cuentas. Un poder central acotado por el gobierno dividido, coexistiendo con poderes locales sin límites efectivos, fue la exitosa fórmula priísta aplicada en esta década. El PRI reconstruyó de la periferia al centro su poder. El proceso condujo ultimadamente al colapso moral y organizativo de los otrora partidos democráticos, PAN y PRD, convirtiéndolos en formaciones facciosas, distribuidoras de cargos y prebendas.

En el campo de la sociedad civil se experimentó gran confusión política y una sensible mengua de la visibilidad pública de sus principales organizaciones y movimientos. La transición llevó a la mayoría de la sociedad civil organizada a intentar cooperar con los nuevos gobiernos democráticos, sin encontrar nunca mecanismos representativos e incluyentes con capacidad de influencia política efectiva. Si bien se amplió el campo de la política y del debate público, lo cierto es que el poder de influencia de una sociedad civil heterogénea y plural, con escasa densidad organizativa y social, fue muy pequeño.

La presidencia de la restauración.

Desgastado el PAN tras dos sexenios de gobiernos fallidos, el PRI encontró la vía libre para regresar al poder. El diagnóstico del equipo de su candidato-presidente Peña Nieto era que sólo desde un ejecutivo empoderado era posible realizar los cambios necesarios que recuperaran la capacidad de gobernar del Estado mexicano, disminuida a niveles precarios en el período de Calderón por la fragmentación del poder, la crisis de la seguridad pública y la ineficacia del gobierno federal.

La vía para reconstruir la autoridad presidencial, en ausencia de mayoría priísta en el Congreso, fue negociar un pacto con el PAN y el PRD, partidos que habían quedado libres de las ataduras del expresidente Calderón, en un caso, y de López Obrador, en el otro, pues éste optó por formar su propio partido. Se trataba de la construcción de un presidencialismo de coalición, que aseguraría la aprobación de un amplio paquete de reformas legales, institucionales y de políticas públicas. La lista tenía casi 100 acuerdos, de importancia diversa, pero sin duda ambiciosos, incluyendo las reformas faltantes del ciclo neoliberal (fiscal, energética, regulatoria), pero también reformas del Estado necesarias para la consolidación de una democracia operativa (nuevo órgano anticorrupción, nueva reforma electoral, finalización de la reforma penal, empoderamiento del órgano garante de la transparencia, etc.).

El “Pacto por México”, se convirtió en una ambiciosa estrategia para dotar al gobierno entrante de legitimidad política y proporcionarle un piso de gobernabilidad, centrada en la finalización del ciclo de reformas neoliberales, que quedó incompleta en el gobierno de Zedillo y que luego el propio PRI bloqueó durante los gobiernos panistas.

Los cambios constitucionales y en leyes secundarias que se han promovido en el marco del Pacto por México no han tocado (ni está en la agenda) el núcleo duro del autoritarismo: no se proponen mecanismos eficaces de rendición de cuentas (el organismo anticorrupción es una vaga promesa); la creación de una procuración de justicia autónoma y profesional se ha pospuesto hasta 2018; hay un vacío de proyectos realistas para crear fuerzas policiales profesionales; lo mismo en materia de proyectos viables de profesionalización del servicio público; no hay proyectos para la reforma radical de los gobiernos municipales, que son el eslabón más débil del Estado mexicano; tampoco para controlar el poder discrecional de los gobernadores; no se cuenta con proyectos realistas de impulso a la democracia participativa, y se han bloqueado en leyes secundarias las candidaturas independientes y las formas de democracia directa (plebiscito y referéndum).

Ahora bien, el proyecto restaurador enfrenta tanto límites internos al propio régimen como condiciones internacionales adversas.

Los límites internos tienen que ver con la incapacidad para poner fin a la corrupción sistémica de la clase política y a su correlato, la impunidad. El Presidente y los partidos han colocado en el último lugar de la agenda la lucha contra la corrupción, práctica de la cual se ha nutrido la clase política y que resulta ya intolerable a la ciudadanía. Asimismo, la impunidad de los delincuentes y la ineficacia y arbitrariedad de las fuerzas de seguridad minan severamente la legitimidad del régimen.

Los casos se suman sin tregua. El informe de la Comisión Internacional de Expertos Independientes, nombrada por la CIDH con el aval del gobierno, rindió un informe contundente sobre la desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa que demuestra que ni la Procuraduría de Justicia de Guerrero ni la General de la República hicieron una investigación científica y fiable, sino que por el contrario su trabajo fue sospechosamente parcial y ofreció conclusiones insostenibles. Y esto es solamente la punta del iceberg de un problema gravísimo: la desaparición de más de 23,000 personas en los últimos 10 años y el asesinato de más de 100,000. Estamos hablando de una inconcebible impunidad de delincuentes y autoridades que ha causado una verdadera tragedia nacional.

A esto deben sumarse los escándalos por los conflictos de interés que se le demostraron al Presidente y al Secretario de Hacienda en los casos de las casas que la constructora Higa les vendió en condiciones sospechosas, y la existencia de otros conflictos de interés entre altos funcionarios y la empresa OHL, tan sólo para mencionar ejemplos recientes a nivel federal. Una investigación independiente por una Comisión Especial del Congreso sería la acción lógica a tomar en un país democrático para despejar dudas. Pero la constitución no contempla esta figura, y curiosamente ningún partido ha propuesto crearla.

Sin embargo, la impunidad más descarada se experimenta en los gobiernos subnacionales, dato correlacionado con el empoderamiento de los gobernadores en el ciclo de transición. Este proceso se ha acompañado de una degradación de la vida pública local, y en los casos más graves, de una casi completa desintegración del propio Estado. Tales son los casos de Michoacán, Guerrero y Tamaulipas, cuya ingobernabilidad se asocia al empoderamiento del crimen organizado.

México vive, todos los días, los efectos de la debilidad del Estado. Después de años de esfuerzos institucionales y del gasto de cientos de millones de dólares, las policías del país siguen siendo inconfiables, pues menos de la mitad de sus efectivos han pasado las pruebas de confianza. El desperdicio de recursos y la falta de seriedad de los gobiernos estatales y municipales en esta materia es verdaderamente criminal. Se percibe además un retraso deliberado por parte de los gobernadores en la implementación de la reforma penal, que debería conducir al fortalecimiento de las procuradurías de justicia de los estados. Peor aún, el gobierno federal no resuelve los grandes escándalos de violación a los derechos humanos (Tlataya, Ayotzinapa, etc.). La clase política torpedea los cambios institucionales imprescindibles para fortalecer el Estado de Derecho.

Las condiciones internacionales tampoco son favorables. La caída del precio del petróleo y la crisis global obligan a un ajuste fiscal que necesariamente tendrá consecuencias dolorosas. Ahora bien, la inevitable consecuencia de la apertura económica del país es la atención internacional a los asuntos internos y la necesidad de contar con el aval de instituciones multilaterales para legitimar al gobierno, que se precia de ser democr Nietoica, sea portrada y  Méxiceza de este proceso es preciso para entender los retos del presente.terales para legitimar al goático. La consecuencia de ello es que la ONU, la OEA y sus instituciones se han convertido en vigilantes de las credenciales democráticas reclamadas por el gobierno. Y no hay escapatoria de ello.

Es preciso poner en el centro de la transformación del Estado mexicano la lucha contra la corrupción, empezando por anular a nivel constitucional el fuero de los políticos y altos cargos, crear la fiscalía independiente, acelerar la creación del Sistema Nacional Anticorrupción y autorizar legalmente al congreso a cumplir su función de vigilancia e investigación. Pero sólo la presión desde abajo puede dar lugar a estos cambios imprescindibles.n desde abajo pronto la clase polase polionalles veces por violar la ley electoral y estuvo cerca de ver cancelado su regstro

 

 

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