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jueves, 28 marzo, 2024
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El cuento en México

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA • Admin •

(apuntes)

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En la antología de cuento Tentanción de decir, editada por la Universidad de Chapingo hace ya algunos años, con autores de los que tuve la oportunidad de aprender, como Miguel Ángel Leal Menchaca, Mauricio Carrera, Severino Salazar, Rolando Rosas Galicia, Eusebio Ruvalcaba, entre otros, leí un epígrafe de Augusto Monterroso donde advierte que no hay recetas para escribir cuentos, que aquel que decía saberlas se le notaba a las primeras y aburría.

Dentro de los géneros literarios, el cuento me parece uno de los más exigentes no sólo para el autor, quien debe tener la puntería del que avienta cuchillos a ojos cerrados y atina sin herir a la mujer barbuda, sino para el lector, quien una vez terminada la lectura de un buen cuento debe reunir todos los elementos narrativos para entender aquello que el autor ha querido transmitirle.

En el cuento se trata de ganar con ese pounch que señaló en alguna ocasión Julio Cortázar, ese mismo pounch que él perdió cuando publicó cuentos tan lamentables como los que encontramos en Nicaragua tan violentamente dulce (El Aleph, 1987), meros ejercicios panfletarios que el autor nos quería hacer pasar por cuentos.

Horacio Quiroga recomienda la brevedad en el cuento en su ya famoso Decálogo del perfecto cuentista, donde si bien nos encontramos con puntos que son dignos de seguir: “No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo” (Punto VII), también nos encontramos con puntos que a mi parecer rayan en lo sentimentaloide, dignos del inicio de cualquier guión cinematográfico estadounidense: “Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón” (Punto IV).

Hasta hace algunos años, un autor como Jorge Luis Borges era leído a medias, en ese entonces se decía que sus cuentos eran complicados, llenos de citas literarias, lo mismo en alemán, que inglés o en francés, demasiado “inteligentes” y hasta presuntuosos, sin embargo, aun cuando hay algo de cierto en lo anterior, debemos aceptar que Borges da lecciones de una maestría absoluta en el arte no sólo de técnicas narrativas más cercanas al cine (flashbacks, flashforwards) sino en la construcción de personajes complejos tan próximos a los personajes de Dostoiveski o William Shakespeare.

La verdad es que sólo quien se aventura a escribir un cuento sabe bien a lo que se enfrenta. Aunque también cabe aclarar que los cuentos han estado al alcance de los oídos desde siempre, desde que los primeros hombres intentaron explicar los fenómenos naturales a través de la creación de mitos, como bien nos lo señala Mircea Eliade: “el mito cuenta una historia sagrada: relata acontecimientos que han tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los ‘comienzos’. Dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los Seres Sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el Cosmos, o solamente un fragmento” (Mito y Realidad, Editorial Labor. S.A. 1991). Me gusta imaginar a los primeros hombres en torno a una fogata contando historias que les permitieran comprender el mundo que se les presentaba. Supongo que desde el ejercicio de esos primeros hombres a lo que nosotros hacemos actualmente no hay mucha diferencia, porque de cualquier manera uno siempre está intentando explicarse los mecanismos que hacen que funcione el mundo.

Es famosa la polémica que se dio luego de la publicación de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad en 1902 (aunque la primera publicación es de 1899 pero por entregas en un diario). Al recurrir a un narrador en primera persona o intradiegético, Charlie Marlow, los críticos cuestionaron que era prácticamente imposible e inverosímil, atendiendo la noción de lo que exige Aristóteles de la tragedia en su Poética (Versión directa, introducción y notas por Juan David García Bacca), que una persona narrará una historia que llevaba más de dos horas contar. Visto desde nuestros tiempos nos parecerá absurdo tal cuestionamiento, pero el narrador polaco se tomó su tiempo y fue en la siguiente edición de El corazón de las tinieblas que les contestó a los críticos, dijo que en los primeros tiempos los hombres solían contar historias que duraban más de lo que Marlow tarda en contar la suya.

Quizás algo similar ocurre cuando a diario contamos chismes, anécdotas, cuando en cualquier reunión alguien cuenta algo que le ocurrió y ni siquiera nos percatamos del tiempo que dura su relato, tal es la atención que consigue de los que lo escuchan. Por eso es que los cuentos sobrevuelan a nuestro alrededor, hasta que para nuestra fortuna llegan a alguien que lo toma y decide pasarlo al papel, darle forma a esa anécdota, estructurarla.

Ignoro si todavía se siguen llevando a cabo, pero hasta hace algunos años en México, gracias al trabajo generoso del maestro Jaime Erasto Cortés, quien no sólo es un tótem en lo que a literatura mexicana del siglo XX se refiere, sino que además se ha dado a la tarea durante años de conformar uno de los archivos hemerocríticos de la literatura mexicana más importante para los estudiosos de la materia, se reunían anualmente autores para presentar ponencias respecto a la situación actual del cuento en México, de esos encuentros se publicaban antologías donde uno podía leer con detenimiento cada una de las ponencias. Se trata de una colección maravillosa para quien quiera adentrarse en el mundo del cuento, pues lo mismo se revisan aspectos teóricos del cuento, que autores destacados en el género. Ahora mismo recuerdo con emoción los textos de Josefina Estrada, quien nos dice cómo llegó al cuento, su primera anécdota, y a lo que se enfrenta un cuentista; también los textos de Guillermo Samperio, autor que no sólo se ha dado a la tarea de reunir la teoría de algunos de los mejores cuentistas, sino que además imparte talleres de cuento donde trabaja con su propia teoría, publicada ya: Cómo se escribe un cuento. 500 Tips para nuevos cuentistas del siglo XXI (Berenice, España 2008). Y cómo dejar de mencionar Paseos por el cuento mexicano contemporáneo (Nueva Imagen, 2004), Cartografías del cuento y la minificción (Renacimiento, Sevilla, España 2005), y Cómo estudiar el cuento (Trillas, 2009) de quien ha dedicado su vida al estudio del cuento, a sus distintas teorías y propuestas: el maestro Lauro Zavala, lecturas básicas para quienes se quieran adentrar en el mundo narrativo, seguir la pista de grandes autores mexicanos y rastrear una muy bien cimentada biografía. No hay que olvidar a Alberto Chimal: muchos de los jóvenes cuentistas que hoy nos presentan sus primeros trabajos se hicieron en buena medida en su ya legendario taller sabatino, porque si alguien sabe del cuento es él. Sé que me olvidó de autores mexicanos destacados, pero en el momento en que escribo esto lo hago con las herramientas que me proporciona una buena memoria: la de un simple lector agradecido con cada uno de ellos.

Sin embargo, también cabe aclarar que en los tiempos que corren se nos ofrecen libros de cuentos que no lo son. El remedio más absurdo que han encontrado nuestros jóvenes cuentistas es escudarse tras de lo “experimental”. Autores que por flojera no leen a los grandes del cuento para de ahí tomar sus primeras lecciones.

También destacan jóvenes que se atreven, que saben escribir, que con pocos años ya tienen una voz narrativa propia, como lo es, por ejemplo, Daniel Espartaco Sánchez, quien obtuvo el premio Comala de literatura por su libro de cuentos Cosmonauta, seleccionado por la revista Nexos como uno de los mejores libros del género en el 2011. Cuentos casi perfectos, me atrevo a señalar. Lamentablemente la edición corrió a cargo de Tierra Adentro, por lo que hoy resulta casi imposible dar con un ejemplar; ignoro si ya hay en el mercado una nueva edición, que miren que bien valdría la pena; otro caso es el de Ruy Febén, ganador del mismo premio, quien mantiene una propuesta de cuentos bien planteados, de lectura no tan sencilla, exigentes con los lectores. O qué decir de Navíos y naufragios de José Antonio Aspe, quien también se dedica a impartir talleres desde hace varios años, sabe lo qué son los cuentos y en su libro, editado por la UNAM, nos presenta auténticas bellezas narrativas, de esos que uno lleva siempre en la memoria porque no se olvidan, te quedas atrapado con una prosa en ocasiones delirante. O el caso de Mauricio Carrera y La viuda de fantomas, editado por Lectorum, cuentista también de muy buena calidad que trata temas sórdidos y duros de roer para cualquier conciencia (recomiendo el cuento “Pastel de chocolate”). O el de De qué lado mascan las iguanas de David Magaña, libro de cuentos que desafortunadamente hoy por hoy es casi toda una proeza conseguir, otro de los que no le vendría nada mal una nueva edición, los lectores lo agradecerían. Ni qué decir de José de la Colina, pues quien se diga cuentista ha pasado por sus cuentos de prosa perfecta, bien sopesada y cimentados, y de quien uno aprende más de una lección. Harán falta autores, lo sé bien, ustedes pueden completar la lista.

Para fortuna nuestra, México es un país con una tradición de grandes cuentistas, por lo que siempre tenemos a la mano algo que leer del género, para bien o para mal, y también de muchas antologías de cuentos, a mi parecer excesivas y algunas de ellas hechas sin más criterio que el que impone el mercado editorial o el grupo de amigos de cantina, donde uno puede dar con autores cuya pista bien vale la pena seguir, o autores cuya pista bien hace uno en borrar de tan malos que son, esos que acaso sacarán dos o tres libros más de cuentos, ediciones pagadas o en editoriales importantes, pero que con el paso de los años, juez duro que valora la literatura de cualquier país, se desplomarán porque creían saber las recetas para escribir cuentos, porque acaso no leyeron previamente el epígrafe de Augusto Monterroso y otro cantar y contar sería si lo hubiesen hecho. ■

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