Primero, hay que dejar muy claro que no se trata de repetir, una vez más, el mantra de la restauración de la clásica democracia representativa. Su defunción fue anticipada en la consigna… “dicen que es democracia pero no lo es”.
Estamos frente a un tipo de régimen, portador de limitaciones congénitas, que determinan su imposibilidad, para dar cumplimiento a significaciones antinómicas al imaginario dominante: (es decir, sin impunidad, sin corrupción, sin tramas mafiosas, etc.), ella sabotea aquellas aspiraciones democráticas postliberales y postrepresentativas; nuestra única vía –efectiva- para una paz con justicia y dignidad.
¿Cómo podemos elucidar esa terrible “puesta en abismo” de la sociedad que somos, expresadas en acontecimientos tales como el brutal estallido de violencia en la penitenciaría de Topochico, cuya crueldad extrema desatada, persentimos en las imágenes y narraciones que se han publicado?
Pueden, acaso, ser considerados signos de una barbarie que nos remiten al reino hobbesiano propio del estado natural, en donde “el hombre es el lobo del hombre”, y el miedo a perderlo todo, incluida la vida, nos obliga -“racionalizándolo”- a ceder nuestro poder constituyente, en un único soberano, el Estado, que concentra todo el poder, incluido el monopolio de la fuerza. Mientras el Leviatán, cumpla con su parte: garantizar la seguridad, la democracia, puede -y debe- sacrificarse, anteponiéndole la suprema “razón de estado”. Hobbes, es el autor de una de las más canónicas perspectivas estadocéntricas, justamente, aquella que nos deshabilita -dejándonos inermes- ante las tendencias hetero-totalitarias que subtienden la historia en curso, (aunque defendió el derecho a retirar ese poder delegado, cuando el Estado falla en su cometido).
Tal vez, tenga mayor pertinencia, el reciente análisis del filósofo italiano Giorgio Agamben, en una editorial de Le Monde, donde escribe, a propósito de la espiral europea de profundización de la crisis: más neoliberalismo, más guerras, más atentados terroristas, más neofascismo –miedo, racismo, xenofobia-, que somos testigos del surgimiento de una forma de gobierno, que estaría fundada ya no en la “razón de estado”, sino en la “razón de la seguridad”. Donde el Estado de Seguridad, funciona basado en estrategias administrativas que se desentienden del objetivo de prevenir los actos de terrorismo, y en su lugar, los deja sucederse, y en su acontecer mismo, los utiliza para gobernar en una dirección que considera “rentable”.
Para Agamben se trata de una inédita relación sistémica entre el terrorismo y el Estado de Seguridad, dirigida a establecer un “control generalizado y sin límites”, como única forma de relación entre gobernantes y gobernados.
La hipótesis de Agamben, no nos es desconocida en México, o en Colombia, o en Argentina, etc., si bien en nuestro país, el narcotráfico, será el constructo que asumirá la figura del enemigo (la guerrilla, -afortunadamente- dejó de ser determinante, después de la mal llamada “guerra sucia”, y del giro neozapatista). Mientras en Colombia, también lo hará, pero el narcotráfico será asociado, desde el discurso oficial, más con la guerrilla (los terroristas internos), al mismo tiempo que se continúa ocultando sistemáticamente el papel -en absoluto secundario- del paramilitarismo, vinculado a su vez, directamente al crimen organizado y al “Estado de Seguridad Democrática” como ha sido reiteradamente denunciado, para el gobierno Álvaro Uribe. Sin olvidar un denominador común a ambos: el Plan Colombia y la Iniciativa Mérida.
Dos presupuestos del análisis de Agamben son significativos: el primero, la despolitización de la ciudadanía, permanentemente tutelada, y susceptible de ser movilizada “desde arriba” contra el enemigo extranjero y/o interno construido; el segundo presupuesto, sería el de “la transformación radical de los criterios que establecen la verdad y la certeza en la esfera pública”. Presupuestos que el análisis de la realidad local, constata.
¿Podemos elucidar las contradicciones y debilidades de este nuevo tipo de régimen? Y, sobre ese “mapa”, trazar nuestras estrategias de sobrevivencia, manteniendo un horizonte abierto -todavía- a la verdadera democracia, de cuyos brotes y germinaciones, aquí y allá, somos testigos.
Estamos obligados a convertirnos en atentos observadores del presente, ha engendrar nuevas significaciones, modos de vivir -y de morir- que privilegien la empatía radical. A asumir, como nuestro, el proyecto de autoinstitución de la sociedad, entendiéndolo como “caldo genésico” propicio para construir nuestro mundo común a través de una política prefigurativa.
Abrazar la democracia como forma de vida, implica entre otros puntos, enfrentar -y vencer- la “intrascendencia programada” (-basta ver los mass-media-), mediante la que, sistemáticamente, modulan nuestros procesos de subjetivación, hasta reducirnos a ser -una sociedad- básicamente irresponsable, con sus tipos antropológicos correspondientes. Lo que, necesariamente coimplicaría, nuestra propia, profunda, auto-alteración.
De no hacerlo….seríamos inconsecuentes si nos sorprendiéramos, al vernos reflejados en ese mortífero espejo: Topochico, Ayotzinapa, San Fernando, y un ominoso e interminable etcétera.
Lo queramos -o no- nos llueve sobre mojado: ¿resistiríamos -además- si proyectáramos sobre nuestra sociedad a la deriva, las consecuencias del cambio climático? ■
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