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viernes, 26 abril, 2024
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El canto del Fénix

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Por: SIMITRIO QUEZADA •

La voz del Sinchi: prostitución de micrófono o pluma.

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Quise titular a éste con el nombre del programa radiofónico inventado (quizá parodiado) por Vargas Llosa en su inolvidable novela Pantaleón y las visitadoras. El Sinchi, mote del periodista o más bien comentarista frente al micrófono de una radioemisora, se define como “terror de autoridades corrompidas, azote de jueces venales, remolino de la injusticia, voz que recoge y prodiga por las ondas las palpitaciones populares”. El Sinchi, de línea editorial cambiante, acomodaticia, reflejo de muchos viscerales presentadores de noticias que se indignan o “desindignan” a conveniencia.

De la novela recuerdo, sobre todo, ese pasaje en que El Sinchi se apersona con el capitán Pantaleón Pantoja para insistirle en que “podemos ser buenos amigos. Yo creo en las amistades a primera vista, mi olfato no me falla. Quiero servirlo”.

Ese “Quiero servirlo” resuena en muchas localidades de nuestro México a través de los labios sibilantes de muchos Sinchis contemporáneos que hacen negocio fácil poniendo en renta sus palabras a modo. El vocablo para definir esta actividad es, deje lo busco en el diccionario… prostitución. En efecto, cito: “Dicho de una persona: Deshonrar, vender su empleo, autoridad, etc., abusando bajamente de ella por interés o por adulación”. No es lo mismo vivir del oficio periodístico que ser un vividor de él.

No me desgarro las vestiduras, pues, como reza el dicho, hasta entre los jitomates hay podridos. El oficio de la comunicación es tan diverso y a veces parecer tan confuso que llega a darse el caso de profesionistas que no encuentran empleo y se hacen periodistas (cualquier cosa que esto signifique). Me cuentan que incluso un profesor de bachillerato denigraba al “oficio más bello del mundo”, como lo llamaba García Márquez, al regañar a alumnos y decirles: “Estudien mucho: no quiero que terminen como reporteros”.

Hablo de prostitución en el periodismo, y que se ofenda quien deba hacerlo. No me instauro como autoridad o juez, Dios me libre: soy sólo alguien que desde hace tiempo se ha sentado sobre los escalones de cemento que rodean la plaza y ha apreciado el panorama variopinto. Veo en mi comunidad a personas que día tras día intentan ganarse el nombre de periodista o comunicador, pero también a muchos que ostentan tales autodesignaciones y al tiempo reparten manotazos por conseguir boletos gratis para el futbol o el palenque o la invitación a comer y brindar con el diputado en el restaurante de cortes finos. Veo en mi dolorida comunidad a quienes jornada tras jornada se resisten a caer en el mentado “chayoterismo” y rechazan los sobres amarillos, pero también mañosos que lamentan que este año el funcionario se volvió más pichicato en “el estímulo”.

Confieso que de pronto me llega la lumbre a los aparejos, y entonces conocidos bien intencionados me preguntan porqué no fundo yo también una página de internet y busco un convenio publicitario con el gobierno. Respeto a quienes han incurrido en eso y sí alimentan a sus plataformas digitales con trabajos serios, incluso de investigación periodística, pero me burlo con todas sus letras de quienes contrataron a un diseñador web para solamente publicar todos los boletines oficiales sin cambiar ni una coma (generalmente mal puesta, por cierto) y todas las fotografías que consigna esa oficialidad.

Descreo de las voces de los Sinchis que me rodean y deploro el aumento de esta prostitución mediante micrófono o pluma. Sé que en casa hay bocas que alimentar. Repito: de repente éste que escribe también da a su familia estrecheces y resulta en extremo desesperante no encontrar un trabajo estable. Aun así no considero adecuado que el alimento para los míos provenga de un arcón enviado con tarjetita o del tendencioso alquiler de mis espacios en medios de comunicación.

Comprendo, sí, que la gran paradoja es que la generalidad de estos medios busca crear conciencia entre sus auditorios aunque al tiempo debe procurar su financiamiento. Pero depende de uno, de la vocación y la actitud de uno en su calidad de comunicador, andar ofreciéndose como Sinchi cualquiera con la letanía esa de “Quiero servirlo”. Considero que el buen periodista que se precie de serlo busca preservar su dignidad a toda costa y no tasar su trabajo en razón de comidas o préstamos que tanto funcionario prestamista como reportero receptor saben que no se restituirá.

El buen periodista no se presta a la prostitución. Los otros, y sé que suena duro como dura es la realidad, pueden continuar en la conquista de dádivas y no por maldad: quizá para suplir el talento o integridad que no tuvieron por no esforzarse para alcanzarlos.

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