Pocos momentos ofrecen una imagen tan clara de la política mexicana como la que vivimos la semana pasada en el Congreso del Estado.
Me refiero al travieso cuestionamiento de un diputado a su colega en tribuna respecto a si había cobrado o no una factura por servicios legislativos por más de doscientos mil pesos a finales del año pasado, al que, enrojecido aparentemente más de pena que de enojo, el interrogado respondió con un “está cabrón” qué desató las risas de los presentes. Escena que cerró a lo lejos una voz femenina que completó “aquí todos tenemos cola que nos pisen”.
El momento no pasó de lo anecdótico, claro está. Se dio en el contexto de un lugar en el que pocos delitos se castigan, donde la impunidad es la costumbre, y donde las acusaciones de corrupción se leen (y quizá acertadamente) más como teatralidad política, que como denuncias públicas.
Lo sé. Cuesta entender ese estado de cosas cuando abunda la pluralidad de partidos políticos que podrían sacar “los trapos sucios del contrario”, cuando hay alternancia y división de poderes para equilibrar las canchas, y cuando se han creado muchos entes para el combate a la corrupción; tantos, que ya es difícil entender los alcances y límites de cada uno de ellos.
Historias como la citada demuestran que no es la falta de información la causa de la impavidez. Los actores políticos investigan a adversarios y a aliados no ya porque interpongan denuncias penales o siquiera mediáticas. Si no porque muy lo averiguado será ficha de cambio en negociaciones en las que tendrá ventaja quien más información del otro posea.
En un escenario así nadie es más peligroso que ese espécimen –a juzgar por la anécdota- en peligro de extinción, a quién no se le pueda controlar justo por carecer de “cola que le pisen”.
A esos se les procura lejos, afuera, o en todo caso abajo, pero siempre bien cuidados para que su “defecto” de rectitud no se cruce además con el de la valentía.
Si esto llega a pasar, más vale un pronto y severo castigo que resulte ejemplar para aquellos temerarios tentados de seguir su ejemplo.
Viene a mi mente dos ejemplos de ello, uno con aparente final feliz, y otro que está por resolverse en los próximos meses.
En el primero me refiero al General Tomás Ángeles Dauahare quien pasó once meses en prisión acusado de delincuencia organizada como represalia – según el periodismo especializado en el tema- por haber advertido a Felipe Calderón de las actividades delictivas de Genaro García Luna; este último hoy en la antesala de ser enjuiciado en Estados Unidos por aquello de lo que el General advertía a quien entonces fungía como presidente.
En el otro lado de la moneda Julian Assange, quien se encuentra a punto de ser extraditado a Estados Unidos para enfrentar un juicio por haber hecho pública información confidencial de ese país; entre otra, la evidencia de que el ejército americano asesinó de forma voluntaria y despiadada a civiles desarmados en Medio Oriente como quedó documentado en un vídeo filtrado por la militar Chelsea Manning.
La osadía de Assange de revelar los secretos del país más poderoso del mundo resultó cara, e ingrata. La paga ahora con su libertad, su salud física y mental, pues lleva ya diez años encerrado, primero en la embajada ecuatoriana en Reino Unido en calidad de asilado, ahora en una prisión de alta seguridad en ese país, y probablemente luego podría ser en Estados Unidos.
Nada quisiera más que terminar estas líneas con un llamado esperanzado a la acción y a permanecer del lado donde como dice Silvio Rodríguez, se juega “a lo perdido”. Pero soy consciente de que no hay racionalidad en ello mientras se viva en el mundo del individualismo, los valores materiales y el “sálvese quien pueda”. Sin embargo, no hay de otra. Aunque la perspectiva de éxito sea poca, las carcajadas inefables del congreso no dejan lugar para esperar que la solución venga de arriba.
