La Gualdra 649 / Río de Palabras
Por Francisco Reynoso
I
A la media noche, cuando las agujas en el reloj de la iglesia se abrazan amorosas, Evaristo Vargas Rentería aparece en las calles de Monte Escobedo buscando a Camerina. Su figura menuda de un metro y medio de estatura cruza el jardín, recorre los portales y se pierde en la calle que llega a la ermita. En su morral de manta terciado al pecho lleva 40 años de devoción y ternura. Hincado sobre su propia tumba toma un puño de tierra y lo lanza contra la lápida de cantera en la que, con letras doradas, se lee:
“Varo y Camerina
se amaron en la vida,
se amaron en la muerte”.
Evaristo emite un gemido que el viento arrastra por las calles del pueblo y lo mete por las rendijas de las casas donde las viejas, con el rebozo en la cabeza y el rosario en la mano, rezan las completas.
II
Se llamaba Evaristo Vargas Rentería, pero todos en Monte Escobedo y en los pueblos vecinos le decían Varo. Nació sietemesino y sin fuerzas para mamar. Su madre lo abandonó en un petate para esperar a que muriera, pero el sacerdote la amenazó con excomulgarla. Cuando el niño cumplió tres años, sin que nunca hubiera pronunciado palabra, el religioso lo tomó bajo su custodia y lo llevó a vivir a una ermita que usaba como sacristía y almacén. Varo nunca fue a la escuela y mucho tiempo en el pueblo se pensó que era mudo, pero cuando cumplió diez se le soltó la lengua como merolico, siempre queriendo imitar la grandilocuencia del cura. A los veinte años una maestra, en ratitos, lo enseñó a leer y escribir y le dio una embarradita de historia de México.
Un día Varo se enteró que en Monte Escobedo el pueblo elegiría nuevo Ayuntamiento y quiso participar. “Voy a ser presidente…”, anunció a los vecinos que pudo reunir en la Plaza de Armas.
Ser alcalde de su pueblo se volvió una obsesión para Varo. Cada tres años, cuando el partido en el poder elegía candidato, era el primero en llegar al cónclave. Se levantaba de madrugada, se embadurnaba el pelo con brillantina y con un peine chimuelo lo peinaba hacia atrás para acomodarse el sombrero; se anudaba una corbata roja —la única que tenía— y antes de que abrieran las oficinas del partido ya estaba formado en la puerta.
Los políticos de Monte Escobedo se divertían con las ocurrencias políticas de Varo y simulaban tomarlo en serio. A la hora de ungir candidato lo mandaban a la tienda por refrescos y cuando regresaba encontraba que la decisión ya se había tomado y todos felicitaban al futuro presidente. Varo aventaba la bolsa con el mandado, les gritaba “¡Puercos de corral!” y se iba furioso. Al día siguiente, como si nada hubiera pasado, Evaristo volvía a su rutina de vagabundear por las calles del pueblo, saludando ceremonioso a quienes encontraba a su paso.
-Tendrás un dólar, no para gastar, sino como “recuerdo” —decía a los migrantes que llegaban a Monte; entre carcajadas le daban el “recuerdo”. La historia se repetía cada tres años.
Ser presidente municipal de Monte Escobedo fue lo que Evaristo Vargas Rentería más quiso en la vida… aunque no tanto como a Camerina.
III
En su adolescencia Varo tuvo ínfulas de galán. A las muchachas casaderas del pueblo les recitaba, con grandilocuencia y mucho respeto, piropos que ellas festejaban divertidas.
En tiempos de feria Varo se trepaba al tablado de los artistas para cantar. Era entonado, pero se le escapaban algunos gallos causando carcajadas del público. En la plaza de toros saltaba al ruedo como espontáneo para capotear a las vaquillas que acababan revolcándolo. La gente para seguir la chunga le gritaba ¡Torero… torero… torero!
Varo era amistoso y servicial. Todos en el pueblo lo trataban con cariño; sabían, porque era asunto público, que además de algún diente le faltaba un tornillo.
Un día de primavera Varo caminó hasta la comunidad vecina para buscar la casa de los Valdez. Sabía que en esa familia había una joven, Camerina se llamaba, a la que su padre le estaba buscando marido.
-Si la pides con formalidad, con palabras mayores —le aconsejaron— seguro que te la dan para casorio.
Camerina había nacido una noche de eclipse y su familia pensaban que la luna la había pasmado. Sus ojos oscuros, sin embargo, brillaban intensamente.
Esa noche Varo regresó a Monte Escobedo llevando a Camerina del brazo. Dos veces pasaron por el jardín, tres por el pasillo de los portales y durante 30 minutos caminaron de ida y vuelta en la calle solitaria de la iglesia. Evaristo sonreía orgulloso de su mujer.
Camerina observaba todo sin asombro ni miedo.
Varo y Camerina pasaron su primera noche de amor en la ermita. Las llamas de dos velas iluminaron el nacimiento de una pasión sin palabras ni arrebatos, de miradas, caricias y suspiros.
Una semana después el presidente municipal los casó por lo civil y el cura por la iglesia. A la ceremonia religiosa, en la parroquia llena de azucenas perfumadas, asistió casi todo el pueblo.
—Los declaro marido y mujer, puedes besar a la novia —anunció el sacerdote emocionado— Varo acarició con ternura el rostro de su esposa y la besó en la frente. “…Marido y mujer, hasta que la muerte los separe” —repitió el sacerdote con un susurro.
Evaristo Vargas Rentería y Camerina Valdez vivieron juntos 40 años en la ermita parroquial.
IV
Ocho años y 21 días esperó Camerina a que su comadre fuera por ella al asilo de ancianos. Todo ese tiempo estuvo sumida en la soledad y en las tinieblas. Pensaba que sus ojos se habían marchitado, como flores en el cementerio, porque no había tenido lágrimas para llorar la ausencia de Varo.
Camerina no necesitaba de sus ojos que habían perdido su brillo para ver en sus recuerdos… la noche que Varo la llevó por vez primera a Monte Escobedo, sus paseos por los portales, el día de la boda en la iglesia… y en su soledad sentía las manos rasposas de Varo acariciándole el rostro, sus labios besando su frente y distinguía los ojos de Evaristo mirándola con bondad y ternura…
Muchas veces, en esos ocho años y 21 días de espera, Camerina llamó a la muerte para que no se olvidara de ella.
—Ya es lo’ra comadre… —le decía.
La última vez que Camerina había visto a su comadre fue cuando ésta fue al asilo por Evaristo. Ambos se fueron sin despedirse de ella. Varo muy serio, en un cajón de madera de pino forrada con raso satinado blanco, con su morral sobre el pecho.
Nadie del asilo le contó a Camerina que Varo la había estado llamando antes de que la mandíbula le aprisionara la lengua y su cuerpo se derrumbara como costal de papas, sin voluntad ni fuerza.
Ese día, del brazo de la comadre, Varo regresó a Monte Escobedo. La gente lo recibió con alegría y lo acompañó al camposanto de la ermita.
Camerina quedó sola y abandonada en el asilo. Y comenzó su espera para el reencuentro.
Varo y Camerina habían llegado al asilo hacía ya casi diez años. Los admitieron un domingo por la noche gracias a las influencias y dinero de dos santurronas de Monte Escobedo que le habían tomado cariño a Evaristo por la zalamería con la que les hablaba y que en ocasiones las perturbaba.
Ese domingo, al término de la misa de 12, Evaristo no pudo levantarse de la banca, tenía inmóvil medio cuerpo, sudaba en abundancia y balbuceaba incoherencias. A su lado, Camerina permanecía callada, inmóvil, aferrada al brazo de su marido. Las beatas movieron sus influencias en el gobierno de Zacatecas y horas después, casi al anochecer, en una ambulancia, Varo y Camerina salieron para siempre de Monte Escobedo.
V
Un 26 de octubre, día de San Evaristo, a las 4 de la mañana, Camerina despertó excitada. Su comadre estaba frente al zaguán del asilo. Por fin venía por ella.
—Ya te habías tardado, comadre —pensó.
Camerina se levantó, cubrió su cabeza con el rebozo e imaginó a Evaristo esperándola en la tierra donde fueron muy felices. Recordó que el sacerdote protector de Varo, antes de morir, dispuso que tuvieran un lugar en el camposanto de la iglesia, junto al suyo. Personalmente le había ordenado al canterero hacer una lápida con una inscripción que él mismo dictó:
“Varo y Camerina
se amaron en la vida,
se amaron en la muerte”.
Ahí la estaría esperando Varo, pronto se reunirían.
VI
La comadre entró al dormitorio y se acercó a Camerina.
—Ya es lo’ra, mujer, juímonos… pero te tengo malas noticias.
—¡Ah que comadre socarrona! Usted misma es la peor noticia… pero yo no tengo miedo, la estuve llamando… Varo está solo en el Monte y me está esperando.
—Las beatas dejaron pagados los traslados, el de Varo y el suyo comadre… pero ya pasaron muchos años y del segundo compromiso ya nadie se acuerda, ni nadie responde, todos en el asilo se hacen tarugos… ya le jodieron el descanso eterno, comadre… la echarán a la fosa común.
—Evaristo me está esperando, comadre… Dios nos quiere juntos.
—La muerte, perdóneme, comadre, no se mete los negocios chuecos de los vivos… y menos de los muy vivos… no habría espacio en los panteones p’a tanto cabrón… ya vámonos, comadre, a Monte, el Varo que siga esperando.