■ Perspectiva crítica
El presunto escape de Joaquín Guzmán Loera del penal del Altiplano se ha posicionado como “el tema” durante los últimos días. Las redes sociales están saturadas de información al respecto; los medios de comunicación reseñan la supuesta fuga desde todos los ángulos posibles, y sobre todo el Gobierno Federal ha desplegado un involuntario circo mediático al contradecirse y dar traspiés con sus versiones de lo ocurrido. El punto en común que unifica a todas estas posiciones es su atención en el hecho en sí, es decir, la fuga del capo, ya sea que se califique por algunos como un nuevo acto delictivo de ese personaje, o sea celebrada por otros como un justo desafío al gobierno de Enrique Peña Nieto.
El hecho es sin duda llamativo y figurará entre las principales noticias que se han generado en México durante 2015, e incluso tendrá un profundo eco internacional. Sin embargo es preciso señalar que si bien la supuesta salida de Guzmán Loera del Altiplano tiene mucho peso simbólico, en realidad es poco significativo si se considera el fenómeno del narcotráfico y la escalada de criminalidad vigente en México en su conjunto.
Sobre el aspecto del peso simbólico la peor parte la lleva el gobierno peñanietista (principalmente su gabinete de seguridad), pues la factura política que tendrá que pagar incluye la pérdida de credibilidad en la procuración de justicia, en el sistema penitenciario mexicano a su más alto nivel, y la certeza de que la corrupción sigue siendo el lubricante que posibilita realizar prácticamente cualquier ilícito. Además de esto, el gobierno tiene que lidiar con la duda justificada por parte de la ciudadanía de que el hecho es un mero distractor para aprobar las reformas peñanietistas, particularmente la de Salud. De cara al proceso electoral federal de 2018, todo esto bien puede ser una incómoda piedra en el zapato para el partido tricolor.
Ahora bien, como se dijo líneas arriba, el supuesto escape tiene poco peso en el ámbito del narcotráfico nacional, ello debido a que independientemente de que Guzmán Loera esté tras las rejas o en lo profundo de la sierra del norte del país, el Cártel de Sinaloa –el cual encabeza- ha seguido con sus operaciones a gran escala. Es en parte por esta razón que la “guerra contra el narco” iniciada por el ex presidente Felipe Calderón y ahora continuada por Peña Nieto es tan poco verosímil. Su táctica de encarcelar a reconocidos capos de la droga tiene como verdadero propósito una funcionalidad mediática, que es convencer a las masas de que hay avances en materia de seguridad, pero en términos reales no vulnera las estructuras operativas de las principales organizaciones de narcotraficantes activos en el país.
La prueba de ello está en que a pesar de que en su momento se detuvo a Jaime González Durán, alias “El Hummer”; de que perdió la vida Heriberto Lazcano, alias “El Lazca”; de que se detuvo a Servando Gómez Martínez, alias “La Tuta”, o que se aprehendió a Mario Armando Ramírez Treviño, alias “El pelón”, los cárteles de Los Zetas, Los Caballeros Templarios o el Cártel del Golfo no se han visto reducidos en su capacidad operativa o de fuego.
Mientras el Gobierno Federal se empeña en hacer creer que con el encarcelamiento de un personaje se restará fuerza a estos grupos, lo cierto es que su crecimiento continúa. Considérese que sólo el Cártel de Sinaloa tiene presencia en más de 50 países debido a la enorme cadena de valor de la droga en la que participa, y la cual abarca producción, transporte, almacenamiento, distribución, comercialización y lavado de dinero producto de la venta de estupefacientes. De igual manera participa en delitos como el tráfico y trata de personas, el secuestro, el asesinato, la extorsión, el fraude electrónico, el contrabando, la piratería o el tráfico de armas. La enorme diversificación de sus actividades criminales los ha llevado a montar una organización tipo red, y salir del añejo esquema piramidal que regía a los viejos grupos de narcotraficantes, en el cual la cabeza era una parte mucho más sensible y determinante.
Además de que en el segundo de estos esquemas las operaciones de esos grupos se han vuelto más eficientes y es posible generar mayores ganancias, su grado de adaptabilidad es mejor (incluso frente a una amenaza como la “guerra contra el narco”), y si una de sus partes resulta vulnerada, es relativamente fácil de sustituir. Los propios cabecillas de estos grupos son parte de esa dinámica de reemplazo inmediato, y aunque se pueden generar disputas por las posiciones de poder o el territorio, en general el negocio de los cárteles continúa.
El objetivo de Peña Nieto es venderle la idea al país de que al recapturar a Joaquín Guzmán se resarcirá el daño hecho al país en materia de procuración de justicia, pero lo cierto es que esto es mínimo si se considera que el poderío de los grandes cárteles que operan en México ha crecido y se sostiene en gran medida por su complicidad con autoridades de todos los niveles. En este punto es posible sostener dos cosas: la desarticulación de estos grupos criminales es imposible sin atentar contra los intereses de la esfera política del más alto nivel, y en segundo lugar, la captura de Joaquín Guzmán o la de otros grandes capos en México implica simplemente quitar una pieza a un rompecabezas de enormes proporciones. ■