La Gualdra 668 / Teatro
Por Vanessa Carlos
Hay obras que no sólo son presencia, sino que irrumpen. Introyectos (Dir. Mario Cristerna / Co-Dir. María Ovalle) basada en el cuento de Fernanda del Monte, es una de ellas. Con una potencia escénica cruda, simbólica y una desgarradora honestidad emocional, se despliega una visión profunda, perturbadora, y hermosa dentro de su abismo. El escenario minimalista (a cargo de Servando López) se extiende sobre una oscuridad oracular, donde descansa el mapa de una caracola y escasas piezas de madera: una silla, una cruz vertical, un pequeño banco. La obra desarrolla un universo íntimo que explora el drama de una figura fragmentada, con conflictos identitarios, especulares de una máscara semitransparente a través de la compleja visión de un hijo y sus tortuosos vínculos familiares.
Un hombre delgado, con la piel casi adherida al hueso, ataviado con un blanco absoluto, remite a una pureza cercana a la soledad, casi violenta, aparece en escena. Somatiza el lenguaje. Su voz, la materia que sostiene la experiencia.

El sonido (a cargo de Pais Villagrana), el ritmo, la resonancia son protagonistas centrales. No acompañan ni decoran, sumergen, construyen, recrean atmósferas casí oníricas propias de la introyección sensible. El silencio y la locura dialogan por la llaga de su alma, como quien atraviesa un desierto interminable.
El monólogo o mejor dicho, el diálogo fantasmal es una corriente de conciencia desgarrada, un flujo sin filtros ni consuelo, donde se funden frases en libertad, recuerdos, delirios, voces internas, símbolos. Un niño —o el eco de la infancia convertido en hombre— intenta liberarse de la figura materna, de la violencia visceral, de la sombra del padre ausente, del hermano incierto que puede o no existir. La infancia como tierra sagrada donde se libran las batallas más oscuras, recordando lo que recita T. S. Elliot en su tierra baldía, april is the cruelest month… un mes en que la lluvia no refresca, sólo hace germinar al miedo.

El personaje entra y sale de sí mismo. Se cubre con una bolsa negra; tiembla, juega, sufre. pide que lo saquen. Se introduce en un armario. No puede hablar. Cada acción está cargada de sentido simbólico, y sin embargo nunca pierde su autenticidad emotiva. El fuego se apaga lentamente. Nadie lo escucha. Nadie lo entiende. Pero como espectadores, resentimos la pregunta por lo real.

La puesta en escena es hipnótica. La dirección apuesta por una tonalidad que intensifica el contenido sensible. La actuación es magistral: el intérprete sostiene la tensión durante toda la obra desde la corporalidad extrema, una voz capaz de atravesar el rango del susurro al grito, y una presencia que encarna la fragilidad y la furia. Es un ente que se quiebra, una psique que se dispersa, una identidad que se vuelve espectro dentro de su crisis existencial.

Introyectos es, en esencia, una meditación sobre el dolor procesal, sobre las memorias que nos habitan sin aviso, sobre los fantasmas familiares que llevamos dentro y hablan desde la herida. Su estructura circular refuerza la sensación de encierro, de repetición, de destino atrapado. No hay redención fácil. Hay verdad. Y la verdad, en esta obra, es incómoda, bella, devastadora.
Esta propuesta no sólo destaca por su complejidad artística y emocional, sino por su capacidad de conectar con algo profundamente humano con el espectador: el deseo de liberarse de lo heredado, de lo impuesto, de lo que duele pero aún no tiene nombre. Introyectos se alza como una experiencia escénica radicalmente contemporánea, que desafía los límites de la lengua teatral y abre un espacio donde la locura, la infancia, la violencia y la sensibilidad comulgan sin concesiones.

Por todo ello, Introyectos no es simplemente una obra destacada: es una obra necesaria, por su valentía poética, su potencia simbólica y su excelencia interpretativa.