La compleja agenda pública de México, poco espacio nos ha dejado para ocuparnos de un asunto cuyo desenlace reviste importancia no solo para la nación donde se desarrolla, sino para el mundo entero y particularmente para nuestro propio país. Me refiero desde luego al proceso electoral que tiene lugar en estos días en los Estados Unidos. En él se confrontan dos visiones de la potencia más poderosa, hasta hoy, del orbe, pero también, en ese mismo sentido, el futuro mismo de la democracia occidental. Es posible que, ni siquiera en 2016 y 2020, el resultado de la elección, en las que también participó Trump, las potenciales consecuencias tuvieran tal magnitud. Lo es así por varios aspectos: el primero, son los impactos aún no del todo claras, de la pandemia del covid-19, en distintos ámbitos, pero particularmente en lo económico y social, que, a su vez, han provocado presiones no previstas. Puede que, incluso, como lo han anotado algunos historiadores, tengamos un escenario similar al período entre guerras de la segunda y terceras décadas del siglo pasado, una vez sucedida la gripe española. El segundo es la fuerza que ha tomado Trump y su movimiento político, no solo a nivel electoral y político, sino también por la pericia administrativa y burocrática que, ni el propio Trump ni su equipo, tenían en 2016, pero que obtuvieron luego de su gobierno y la experiencia que logró allegarse, así como de la inmersión en el debate, programa y en general en la temática de políticas públicas. Finalmente, existe el riesgo de que el potente movimiento populista de derechas que ha logrado aglutinar el trumpismo se haga con la mayoría en las cámaras de representantes y senadores, lo que implicaría la posibilidad política y jurídica de implementar su programa demoledor de la democracia constitucional angloamericana.
Todo ello implica, como decíamos, no solo un riesgo para la democracia en los Estados Unidos, sino para las democracias en todo el orbe, y particularmente en América. Si bien es cierto que el mundo parece ya de plano inmerso en una ola de retroceso con respecto al modelo democrático post guerra fría, y que el populismo como fenómeno político se ha expandido innegablemente, lo cierto también es que, hasta el momento, no hay un modelo cuyos resultados, con todo y sus defectos y evidentes yerros, haya logrado superar al de la democracia liberal. Para ello, baste citar los estudios de los recién galardonados con el premio Nobel de Economía, Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson, cuyos estudios demuestran la importancia de las instituciones democráticas (en el sentido liberal del término, y, por tanto, constitucional en el ámbito jurídico), para la reducción de la desigualdad y el éxito económico de las naciones. Trump, representa justo lo contrario, y se enfila, cada vez con menos timidez, a la fila del modelo ruso implementado por Vladimir Putín. Lamentablemente, ya no queda claro sí la democracia estadounidense es tan sólida como para resistir el exitoso fenómeno social del populismo en tiempos de la posverdad, la polarización y la desigualdad (motor, probablemente, de todo lo demás).
@CarlosETorres_